domingo, 22 de septiembre de 2013

El taller literario como espacio poético

Desde marzo de este año, el Equipo de Mediación de lectura de Barriletes viene llevando a cabo diversos encuentros entre personas y literatura. Uno de ellos es el taller semanal junto a niños de Villa Mabel los días lunes. ¿Cómo pensar esos encuentros? ¿Qué nos pasa luego de leer un poema junto a los chicos?

Hay momentos que parecen estar hechos de agua. O de viento. No lo sabemos exactamente. La única certeza que tenemos mientras los vivimos es que no parecen estar hechos de la misma materia que parece estarlo el resto del tiempo, del mundo. 
A veces, los lunes a la tarde, cuando con Milena nos hemos encontrado con los chicos, eso parece suceder. Momentos de ese tipo. Y luego, camino a casa, en los colectivos, en las garitas, o caminando bajo un silencio cómplice nos moviliza la certeza de que hemos entrado y salido de otro mundo.
Muchos militantes hablamos de construcción. Decimos que vamos a tal o cual lugar a construir. Nuestra tarea, junto a la de tantos otros dentro de Barriletes, es la de construir esos espacios, tiempos y momentos. Así estos encuentros ocurren semanalmente en la sede de Barriletes sobre calle Santos Dominguez. En el marco de la Biblioteca Esos otros mundos de la institución, y del Equipo de Mediación que allí formamos. La Biblioteca surgió hace tiempo a partir de otras manos barrileteras, y hoy nos ha tocado a nosotros llenar de contenido cotidianamente ese espacio.
En la entrada de Barriletes, a veces sobre una mesa, a veces en el suelo, ocurren esos momentos de agua, o de viento. Esta nota busca interpelar esos momentos, buscando detrás de ellos las claves de lo que allí ocurre. En un intento que trata de entablar memoria de nuestras acciones y de tomar una distancia crítica de nuestro hacer, más que de teorizar en el vacío.

De la idea de taller a la de espacio poético

“En una época en que se insiste a menudo en la facilidad, en que se recomienda el deslizarse apenas por las superficies, en que se pone el acento en lo digerible y lo digestivo, me parece importante recordar que la escritura y la lectura siguen siendo, afortunadamente, zonas indómitas (…)”

Graciela Montes, “El destello de una palabra”


Desde el Equipo de Mediación de lectura, entendemos estos encuentros semanales como “espacio poético” en contraposición con la idea de taller, retomando algunos de los planteos realizados por Montes y Devetach en la década pasada sobre la forma de relacionarnos con lo poético.
En este sentido, nos parece interesante hacer presentes aquí las palabras de ambas escritoras argentinas. En La construcción del camino lector (2008) dice Laura Devetach:

Cada uno de nosotros fue construyendo una textoteca interna armada con palabras, canciones, historias, dichos, poemas, piezas del imaginario individual, familiar y colectivo. Textotecas internas que se movilizan y afloran cuando se relacionan entre sí. (…) Las formas literarias no son arbitrarias, no nacen sólo por una voluntad estética de las personas que escriben, de los pueblos que escriben, nacen porque suelen ser una manera de construcción que circula y moviliza.

De esta forma, al reconocer la presencia de textos internos en cada persona, negamos la situación de taller que remite a una idea verticalista. En cambio las textotecas internas se entrecruzan de manera horizontal, y es la única condición para este entrecruzamiento el compartir un espacio. Este espacio/territorio remite a la idea de la literatura como zona de frontera, tan cara al pensamiento de Graciela Montes. En esta frontera, zona de paso entre dos territorialidades que vagamente podemos definir como “uno y otro lado” (La lectura literaria como posibilidad de “saltar al otro lado”, señala Petit a partir de los testimonios de mediación…), es donde se da nuestra construcción de refugios de sentido, de espacio poético. Es decir, de una subjetividad que se ahonda en atisbos de cuerpos (tipografías, imágenes, lomos de libros) y genera desde allí territorios de otro tiempo y espacio. En La frontera indómita (1999), Montes se ocupa de varias claves de la relación que establecemos con lo poético. Extraemos desde allí un sinuoso concepto de espacio poético:

Un territorio necesario y saludable, el único en el que nos sentimos realmente vivos, el único en el que brilla el breve rayo de sol de los versos de Quasimodo[1], el único donde se pueden desarrollar nuestros juegos antes de la llegada del lobo. Si ese territorio de frontera se angosta, si no podemos habitarlo, no nos queda más que la pura subjetividad y, por ende, la locura, o la mera acomodación al afuera, que es una forma de la muerte.


A partir de esta última cita, podemos hacer algunos planteos. En primer lugar, pensar que esa frontera es una zona que está en peligro. Nuestro mundo parece cada vez cerrarse más bajo una sola idea de existencia. Esta idea, la hegemónica, por momentos parece anular otras posibilidades de existencia. Sin embargo hay grietas enormes: Los humanos necesitamos construir mundos –esto es, representaciones simbólicas del mundo- para poder vivir, tanto como necesitamos amar. Por lo tanto, podemos apostar por el ensanchamiento de esa frontera.
Esto último deja claro que apostar por ese ensanchamiento de una frontera indómita es una decisión político-social. Una decisión que desde el Equipo asumimos conscientemente.
La cuestión a pensar sería ¿cómo lograr que los encuentros con modalidad de taller logren ser verdaderos espacios poéticos?

El derecho al espacio poético
Desde estos encuentros semanales creemos haber encontrado unas pistas. Por un lado, ser conscientes de la decisión político-social que implica esta apuesta por la creación y defensa de espacios poéticos hace que nos alejemos en teoría y práctica de la contención social para ir hacia el emponderamiento de los sujetos. Esto no es menor. Nosotros creemos en ese marco que estamos construyendo subjetividades junto a los niños de Villa Mabel. Si hay espacios o momentos de contención, ésta es en todo caso mutua. Quienes hacemos el taller no nos consideramos subjetividades tranquilas, seguras (o a salvo) que pueden contener a otras. Sino subjetividades en permanente construcción y (re)invención.  Esto concuerda con la visión de la construcción de poder en los sujetos. Una construcción horizontal, alternativa y micro. Hacernos conscientes juntos que tenemos derecho a buscar las palabras más dulces de un poema.
Si entendemos el espacio poético como un derecho, debemos entender al niño con el cual trabajamos como un sujeto político, ético, social. Este gesto de dar voz al niño implica una ruptura con nuestras formas cotidianas de relacionarnos con la niñez. La infancia, como territorio construido socialmente, está siendo colonizada día a día. En ella se entrecruzan propuestas hegemónicas de género, formas de vida, maneras de leer el mundo, historias y sentidos de la vida. En ese cruce de colonizadores que arrasan (arrasamos, mejor dicho) en el niño, muy pocas veces dejamos lugar a la construcción libre, alegre, propia. Pocas veces reconocemos a ese otro como sujeto.
Y con respecto a esto vale la pena ser claro: los culpables siempre seremos los más grandes. Por la sencilla razón de que ostentamos más poder que ellos. De manera que, evidentemente, la niñez es una cuestión pública y va más allá de la labor de docentes y padres. Aunque estos dos actores sociales sean claves, debemos como comunidades buscar las formas más amigables y liberadoras de relacionarnos con la niñez. Esta es una urgencia a la que no podemos hacer oídos sordos.



Miradas, lecturas y escrituras en taller
Antes de pasar a contar algunos murmullos del taller, de ese espacio sobre el cual reflexionábamos, creo que ha sido necesario todo lo anterior. Yo no creo que vayamos a ningún encuentro con las manos vacías. Nunca vamos a mirar en un lugar lo que hay en ese lugar solamente. Creo que siempre vamos a mirar un poco de lo que hay adentro nuestro también. Por eso es importante dejar en claro que antes de cada encuentro construimos una mirada. Quizás luego se quiebre, se mejore, se aumente, se cambie. Es seguro que no será la misma luego de cada encuentro, sí. Pero está allí desde antes.
El Taller semanal se ha realizado desde mediados de marzo, los días lunes de 16,45 a 18. Teniendo en cuenta que el viaje de ida desde Barriletes a Villa Mabel comienza a las 16. Y a las 18 el viaje de vuelta. Los chicos que han asistido al taller han oscilado entre los 7 y los 12. La mayoría de los encuentros se han hecho con siete chicos. Por lo tanto se ha creado un grupo de trabajo regular.
En el comienzo de este espacio, las actividades fueron bordeando la palabra escrita, pero tomando una amable distancia de ella. Así la palabra escrita se transformo en una más de las posibles formas de leer y escribir mundo dentro de nuestro encuentro semanal. Fue necesario para esto darnos cuenta de cuán necesario es trabajar la mirada.
Así, para escribir nuestra mirada fuimos armando mapas de la comunidad, pequeños bocetos de murales, imágenes del recorrido de Villa Mabel hasta Barriletes. Son todas ellas, los fragmentos de una mirada en construcción, posible de ser intervenida.
Nos fuimos alejando así de a poco de la materia y lo empírico como únicas formas de entender el mundo. Y fue desde esa plataforma que dimos lugar a la fantasía.
En estas actividades, los chicos tuvieron muchas veces ocasión de escribir y ocasión de leer. De esas “ocasiones” narraré dos que quizás sean dignas de ser revisitadas críticamente.
La primera fue la construcción de una ocasión de leer en particular. En este espacio se conjugan diferentes tipos de relaciones con las palabras escritas, como hemos señalado y con los libros en especial. Muchas de estas formas de relacionarse con lo escrito son heredadas por el taller. Esto es, la forma social de relacionarse con los escritos que los chicos pueden estar replicando, la heredamos en el taller como primer acercamiento a lo escrito. Sin embargo, a veces esos senderos cambian de camino. Así es como uno de los chicos nos pidió contar una historia en el camino de vuelta al barrio desde Barriletes. La historia fue elegida  por el niño: Juan Chorlito y el indio invisible. Se trata de una novela breve, más bien juvenil, de un escritor alemán, Janosch. Enseguida nos asaltaron los miedos: ¿Qué puede tener esa historia, tan lejana, para decirle a este chico? ¿Entenderá? ¿Aguantará que leamos un capitulo en cada viaje de vuelta?
Felizmente, existen momentos en que uno intuye que dejarse llevar es mejor. En este caso eso sucedió. El cambio resultó notable. Algunos otros chicos se prenden a la historia de cómo Juan Chorlito, un niño menospreciado de su clase de escuela, consigue tener como amigo a un indio invisible. Y el chico que pidió ese (y no otro) libro recuerda cada semana cómo ha quedado su historia.
La semana pasada, justamente, mientras le leía su capítulo semanal a este amigo pequeño mío, me preguntó: Con la cabeza es con que hacemos todo, ¿no? Antes que responder como tallerista, quise responder como lo sentía. Le dije que creía que podía ser así, por todo eso de los nervios…pero que no creía que tuviese tanto poder para manejarlo todo. Y cuando él ya se olvidaba del asunto y me pedía continuar leyendo, fui yo quien pregunté por qué había salido con ese tema en ese momento de nuestra novela, que estaba hablando acerca de pintar unos huevos de pascua, no de la cabeza. Su respuesta fue clara: Porque yo estoy tratando de memorizarlo.
¿Podemos medir las cosas que pasan cuando alguien se encuentra con un texto? Quizás nunca sepa por qué ese chico eligió esa novela. Por la sencilla razón de que los caminos lectores nos pertenecen autónomamente. Cada uno los lleva por dentro y nadie tiene porque interrumpir ese murmullo vital que tenemos ahí adentro. Sin embargo, la memoria de la que el niño habló debe ser pensada. Lo que su deseo de memorizar el texto significa implica al menos dos cosas. La primera que en ese acto de lectura no estábamos solamente decodificando una palabra escrita, sino que estábamos buscando sentido a otras cosas. Quizás yo, libro en mano, estaba buscándole sentido a mi práctica misma y a aquel momento. Y quizás el niño que me escoltaba con su oído presto estaba buscándole sentido a otras cosas. Había allí algo más que un libro.  La segunda cuestión es que se había abierto una posibilidad de ingreso al texto: la palabra recordada puede ser revisitada. Memorizar pasa a ser entonces un acto de apropiación del relato. Implica la posibilidad de contarlo a otro, de pensarlo más tarde, de llevarlo como alimento para la vida.

En otra escena, una de escritura esta vez, una niña escribe apurada debajo de un dibujo. No es la única. De a poco muchos se animan a escribir breves historias debajo de sus imágenes. Ella escribe:

El sol y la luna ce pellaron por que quería ver quien eran las mas linda

Con esas palabras una niña ilustró su dibujo del sol. Un juego, una flexión, una vocal que se escapa (“A veces, esa interrupción se debía a unas enes o emes”, dice el escritor Arnaldo Calveyra). ¿Les damos lugar en nuestra vida a los cuchicheos internos? ¿Tenemos, como esta niña, tiempo para dibujar un sol y escribirle debajo una historia? Y lo que es más clave saber aún: ¿Nos parece importante hacerlo?
Ante tanta marginación, tanta exclusión y tanta angustia, pareciera que las palabras poco pueden hacer. Sin embargo, creo que están al principio de todo. En nuestro espacio se han producidos muchos escrituras que retoman hechos traumáticos en el intento de darles un lugar en la vida. Se ha conseguido nombrar las cosas. Y a veces eso es mucho decir. Esos relatos, que pertenecen a la intimidad de ese espacio, son formas de empezar a relacionarnos con los que nos pasa. Así la vida parece cada vez más vida. Cuando atendemos a lo que sentimos, a lo que nos recorre.
Otros chicos se han propuesto la tarea de copiar versos, cuentos, dibujos. Queriendo, urgentemente, asir esos significados. Una escritura y una lectura que trata de memorizar, que tratan de sujetar. Cuán ingenuo resulta  pensar lo poético alejado del mundo entonces.

Las zonas indómitas y el trabajo de la mirada

Este texto tuvo comienzo con una imagen. Una imagen robada a Montes. Ella se refería allí a esas zonas indómitas de lo literario. Creo que esa idea puede esparcirse al mundo. Ella pensaba allí en ese eterno bosque dispuesto a jugar mientras el lobo no está. Nosotros por nuestra parte podemos pensar en aquellas zonas de la vida que no nos hemos explorado. Aquellos lugares que jamás nos atrevimos a escudriñar.
Quizás nuestra mirada sobre el mundo tenga un arduo trabajo que hacer allí. Quiero decir algo acá y no sé cómo, así que me ayudaré con un poema de Juan L. Ortiz:

¿Qué nos pregunta el vago
horizonte que se viene
a nuestra melancolía
lleno de gestos mojados
-tendido fantasma que
absorbe las arboledas
y nos invierte el lirio
húmedo y solo del alma?

Este poema me gusta porque coloca el horizonte en otro sitio. El horizonte se viene a nuestra melancolía y desde allí nos hace las preguntas. Desde la primera vez que lo leí me hace preguntarme si cuando miramos al cielo solamente vemos lo que está allá arriba o vemos también lo que tenemos dentro nuestro (esa melancolía, esos gestos mojados, ese lirio húmedo y solo del alma invertido)…
¿Qué miramos al mirar a un niño? En un mundo que nos hace menos sujetos, ¿podremos ver en los niños de Villa Mabel chicos, sujetos, o solo veremos pobres? ¿nos la jugaremos por tratar de construir algo con esos chicos o creeremos que con darles cosas basta?
En tanto que el taller ha sido un juego en el bosque ha implicado echar vistazos por esas zonas indómitas. Y al mirarlas creo que nos estábamos viendo a nosotros mismos. Siempre nos miramos un poquito –y más- en el otro.

Kevin Jones,
para Barriletes
Septiembre 2013



[1] Usted leerá en esta breve nota al pie unos versos de Quasimodo a los que Montes refiere. Por favor, respire hondo, cierre los ojos un momento y luego sí lea:

“Cada uno está solo en el corazón de la Tierra
atravesado por un rayo de sol:
y de pronto anochece.”

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