viernes, 30 de diciembre de 2011

Entrevista a Fernando Kosiak por su libro "Sentido raro"


El segundo libro de Fernando Kosiak, Sentido Raro, se presentará el próximo 10 de marzo a las 20 horas en el Auditorio Rodolfo Walsh de la Facultad de Ciencias de la Educación de la UNER (Buenos Aires casi Rivadavia).
El libro será presentado por las licenciadas María Estela Reviriego, Gloria Cabrol y Emma Engo.
En esta oportunidad los cuentos son ilustrados por los siguientes artistas: Manuel Ríos, Lisandro Pierotti, Germán Lavini, Juan Carlos Eberhardt, Carlos Cáceres, Emiliano Quintana, Gito Petersen, Viktor Sack, Germán Salazar, Elina Zapata, Águeda Guarneri y Miguel Vesco.
Cabe destacar que el libro ha recibido el Primer Premio en la categoría de Proyectos Literarios del Fondo para las Culturas, las Artes y las Ciencias por parte de le Secretaría de Cultura de Paraná, y varios de los cuentos han sido galardonados en diversos certámenes provinciales, nacionales e internacionales y algunos han sido editados en revistas y antologías diversas.

 Laurentino dialogó con el autor sobre esta nueva obra entrerriana.

-¿Los cuentos siguen una temática especial, como en Soy tu monstruo, tu primer libro de cuentos?
-Sí, en este caso el tema es un poco más amplio pero también más limitado: la rareza. Ya sea desde la temática o desde la forma, cada cuento apunta a poner incómodo al lector, a hacerlo sentir raro.

-¿Escribís los cuentos pensando en un libro? Es decir, ¿los pensás siguiendo un estilo, una temática, alguna continuidad son obras individuales o independientes?
-Tanto en el primero como en el segundo libro hubo un poco de rejunte de trabajos anteriores como de escribir especialmente con la temática. Como escribo desde hace años, hay cuentos que he escrito sin que hayan estado dentro de la lógica de un libro. Mi tercer libro de cuentos, que terminé de escribir mientras producia Sentido Raro, sí fue especialmente escrito siguiendo una temática espacial, pero seguramente en el futuro seguirán surgiendo cuentos que no tengan relación con nada y ahí uno tiene que plantearse cómo abordarlo desde la unidad de un libro.

-¿Seguís una rutina para escribir, en cuanto a horarios o lugares?
-Por lo general la computadora llama más a la comodidad de escribir directamente el cuento, rompe un poco con la vieja idea, casi romántica, de la escritura en el cuadernito, que es algo que me pasa en algunas oportunidades con cuentos cortos y que salen de un tirón.

-¿Escribís siempre, es como una disciplina cotidiana o sólo cuando tenés, tiempo o inspiración?
Ojalá uno pudiera hacer lo que uno está acostumbrado a leer en las entrevistas de los grandes escritores mundiales: ellos sí tienen horarios, rutinas y tiempos en los que, practicamente, se obligan a producir. Cuando uno es docente y estudia los tiempos de la vida real limitan mucho la creatividad, pero siempre hay un tiempito para eso que a uno le encanta hacer.

-Además de escritor sos docente, ¿cuál es la relación de los jóvenes con la literatura? ¿Les resulta un fenómeno extraño o forma parte de sus vidas?
-Hoy en día la lectura de literatura hay que repensarla demasiado, es casi como un programa progresivo: ir desde la literatura breve a algo más complejo, compararla con otras artes (en eso creo que las netbooks, si llegan a las escuelas entrerrianas pronto, pueden ayudar) o buscar temas que los atrapen. ¿Cómo le puede gustar a un chico la literatura si la primera lectura que aparece en el programa es el Mio Cid? Hay que trabajarlo desde una perspectiva nueva si queremos seguir teniendo lectores.

-¿Cómo vinculás la fotografía con la literatura? ¿Incluir ilustraciones de artistas plásticos tiene el objetivo de enlazar la palabra con la imagen?
-La fotografía es como un mundo aparte, son diferentes expresiones para cubrir diversas inquietudes mías. Con respecto a la relación de imagen-palabra me parece algo muy bello y esta vez me permití sumarme con una fotografía mía, me parece que atrae más, y que, sobre todo, permite mostrar otra visión sobre una historia y eso es algo casi mágico, así como también lo es que toda esa gente se haya sumado desinterasadamente a este proyecto.

-¿Qué estás leyendo ahora?
-De todo un poco, por el taller literario que coordino tengo que estar leyendo nuevos materiales todo el tiempo para poder alcanzar nuevas temáticas a los asistentes. Me da mucho placer leer cuentos argentinos y, un poco contra mi voluntad (bastante en realidad) estoy leyendo la saga de Crepúsculo para un trabajo que quiero encarar sobre los vampiros a través de la literatura.

El peso de lo obvio

Lo primero que me vino a la memoria cuando vi al hombre sin cabeza en Concordia, fue una performance que presencié en la peatonal Córdoba de Rosario, a fines de los ochenta. Atardecía cuando unos muchachones vestidos de gastados fracs negros y maquilladas caras blancas, que decían ser adictos al surrealismo, llevaban sobre los hombros un precario ataúd abierto conteniendo en apariencia el cuerpo de un fallecido. En las manos que les quedaban libres llevaban velas rojas encendidas. Los paseantes le abrían paso al cortejo con desagrado, insultándolos a veces. Los surrealistas respondían con sonrisas a cada insulto e invitaban al público a que los reemplazaran llevando el cajón. Era tal la irrealidad el acto, que sin que nadie lo deseara o presintiera llegó un escuadrón de la policía.

Al entrar la policía en escena, los muchachos arrojaron el ataúd y al supuesto cadáver al piso para poder huir corriendo (algunos se escondieron en el edificio de la Facultad de Humanidades y Artes). Tal vez si la policía hubiese dejado terminar esa performance, nadie hubiera advertido que el muerto no era un muñeco, sino que se trataba del cuerpo vestido de un auténtico ser humano, que gracias a estos chicos lograba ahora cierta trascendencia. Más inoportunos que la policía fueron los que aprovecharon el escándalo para sacarse fotos al lado del finado. Dos chicas adolescentes, vestidas de colegialas, sostenían en vertical el ataúd y, con el muerto tendido a sus pies, posaban para un fotógrafo rodeadas de curiosos que les miraban las piernas (simulando estar mirando el cadáver).

Aquellas imágenes se disiparon cuando dos hombres, el que no tenía cabeza y otro que sí la tenía, avanzaban frente a mí caminando. El que tenía cabeza llevaba al otro del brazo, como hacen esas personas que acompañan a los mayores a dar un paseo en el atardecer. Estábamos en la calle Cadario. Para quienes no conozcan Concordia, les cuento que la calle Cadario tiene una extensión de unas cinco cuadras pavimentadas y desemboca en un parque que la gente utiliza (entre otras cosas) para practicar deportes. Como a la vera de esa calle no hay demasiada urbanización y abundan los terrenos bajos, carece de veredas con mosaicos, por lo que esa misma gente camina o trota por la calzada.

Por las tardes, al regresar de mi trabajo, si antes no me detengo en un bar a tomar una copa, desciendo de la línea 9 en la esquina de Eva Perón y Cadario. Normalmente, al intuirme, mi perro corre hasta la parada del colectivo para hacerme fiesta y demostrar lo feliz que lo pone mi regreso. Esa tarde mi perro debe haber estado ocupado en otra cosa, los únicos que salieron a mi encuentro fueron los paseantes, algunos en bicicleta, otros a pie, que andaban con sus equipos de gimnasia y sus botellas de agua en las manos derrochando salud. Entre ellos, a paso lento, avanzando por el mismo carril que yo lo hacía y en sentido contrario, venían caminando el hombre sin cabeza y su acompañante. Al verlos, después de recordar la performance de los surrealistas rosarinos fui preso de la curiosidad (como cualquiera que hubiera visto por primera vez a un hombre sin cabeza) y me detuve. Al verme detenido y asombrado, el hombre que llevaba del brazo al sin cabeza detuvo la marcha de los dos.

–Ya sé –me dijo– le llama la atención mi amigo.

El acompañante del hombre sin cabeza tenía un tono melindroso, de sacerdote de iglesia católica, y traía tanta tranquilidad de espíritu en ese tono que por un instante, en lugar de creer que yo estaba frente a algo inexplicable, me sentí un ser extraño, fuera de lo común, y tragué saliva.

–Sí, claro –dije señalando con el mentón– de qué se trata, ¿es una publicidad?

El hombre con cabeza lanzó una carcajada.

–Sí, de champú –me dijo, dando a entender que no le faltaba sentido del humor.

Estábamos parados sobre un puentecito. Detrás, a pesar de que caía la tarde, resplandecía al borde de un mínimo arroyo un poderoso álamo apenas brotado. Me sonreí de manera estúpida, como si comprendiera.

–¿Usted no es de acá, no? –siguió él, utilizando la típica muletilla que usan los concordienses cuando uno hace una pregunta que para ellos es trivial.

–Hace poco que vine –dije sin dar más explicaciones.

–Me lo imaginaba. Le presento a Roberto Carlos, el auténtico hombre sin cabeza.

Roberto Carlos llevaba un amplio pantalón de lino color arena, de esos que se arrugan enseguida, una camisa blanca, un saco verde claro liviano (muy apropiado para la temperatura de ese día) y zapatos náuticos de nobuk marrones. Si no fuera por la falta de cabeza, podría decir que estaba bien vestido y que su complexión física antes que musculosa era fofa. Sin ser obeso, Roberto Carlos parecía un pedazo de carne ambulante que alguien hubiera fabricado para hacer después hamburguesas, como se decía de las de McDonal’s, pero bien terminado, con finos dedos pálidos en las manos y reloj de pulsera.

Hubo un leve pellizco del acompañante a la altura del bíceps derecho del hombre sin cabeza y él, mecánicamente, extendió una mano que estreché con algo de repulsión. La sentí suave, originaria de alguien sin oficio, con una temperatura similar a la mía. La fuerza del apretón fue débil, demostrando cierta educación en el saludo.

–Perdóneme –le dije al acompañante– pero podría explicarme qué es esto.

Después de decir “qué es esto” me sentí horrible, por más que aquel hombre no tuviera cabeza y por ende tampoco oído, debí haberme manejado con más respeto.

El acompañante me capturó al vuelo.

–Lo que usted llama despectivamente “esto”, es un ser humano señor, al que naturaleza le ha jugado una mala pasada. En nada se diferencia de nosotros, solo le falta la cabeza.

–Pero cómo sobrevive.

–¿Se refiere usted a si respira?

–Por lo menos –dije.

El acompañante ahora oprimió con delicadeza el muslo derecho de Roberto y Roberto se inclinó como un actor de teatro en el saludo del final, exponiendo la terminación superior de su cuerpo que mostraba una tapa negra de plástico (como la de un frasco grande de aceitunas, pero con la rosca hacia arriba) con tres orificios: por uno entraba aire y por el otro salía con un olor desagradable, mientras que por el tercero –deduje– tal vez recibiera los alimentos. De no ser por la falta de cabeza, ese hombre podría haber sido tan alto como yo. Los hilos alrededor de la tapa de plástico tal vez le servirían para enroscar en el futuro una cabeza ortopédica. Imaginé que bien le cabría la de la vieja publicidad de Geniol sin las incrustaciones.

–Es como una planta que camina –me explicó el acompañante.

–¿Y usted qué relación tiene con él? –pregunté.

–De gurises que somos amigos. Vivimos en el mismo barrio.

Desplacé mi asombro a que nunca nadie en Concordia me hubiera comentado de la existencia de Roberto Carlos, como si la habitualidad de su presencia no mereciera destacarse. ¿Cómo era que este hombre no estaba en un circo o en un zoológico, o fuera una atracción turística permanente? Después, me pregunté por qué habría de serlo, ¿no había acaso en mí un maldito prejuicio? ¿Era yo una persona instruida y abierta solo por haber vivido varios años en grandes ciudades?, ¿por qué no podía ser yo el que estuviera en un circo, en un zoológico, o haberme convertido en el personaje principal de un documental sobre fenómenos? Tal vez porque mi aspecto exterior podía pasar por el de alguien corriente.

Los hombres sin cabeza de los que había oído hablar eran espectros o personajes de leyenda, resentidos fantasmas que hacían sus apariciones para atemorizar a los vivos. Roberto Carlos, en cambio, que se llamaba así porque su madre era fanática del cantor brasileño, daba más bien una sensación de desamparo, como la que se tiene por cualquier persona de apariencia incompleta.

Ya estábamos sumergidos en la primera oscuridad cuando las luces de la calle titilaron con timidez. Los gimnastas habían mermado, la calle era ganada por autos lentos, ruidosos. Yo adopté el saludo más cordial que tengo para despedirme.

–Fue un placer –dije extendiendo mi mano para dársela a ambos, esperando que otra vez el acompañante primero tocara el bíceps de Roberto Carlos y luego él me saludara. La última mano estaba un poco fría.

No niego que llegué a casa perplejo y que seguí pensando en Roberto Carlos como si él pudiera volver en alguna pesadilla, pero enseguida salí de todo pensamiento para recibir los reproches de mi mujer por la tardanza.

–¿Y ahora qué pasó? –increpó Eva, que en ese momento estaba parada frente a la puerta de calle.

–Nada –le dije– me entretuve conversando con unos señores.

–¿Y Átomo? –por nuestro perro.

–No lo vi.

–¿No fue a buscarte?

–No.

–Seguro que se fue detrás de alguna perra.

Átomo estaba en edad de hacer algo así, lo habíamos adoptado un año atrás, cuando vinimos a vivir a Concordia y alquilamos esa casa en la calle Poenitz del barrio Los Tilos. Recuerdo que fuimos a buscarlo a la Sociedad Protectora de Animales. En medio de las jaulas, los ladridos y un asfixiante olor a pelo de perro sucio, emergió como un disparate ese cusco marrón, desgreñado, al que se le podían contar las costillas de tan flaco y ganaba corazones por su perfil de vagabundo y un poderoso afán de conocer el mundo olfateando lo que se le cruzara. Fue un absurdo suponer que crecería. Lo habían educado con vaya a saber qué sádico método, era incapaz de acercarse a la mesa mientras comíamos o de hacer sus necesidades dentro de la casa. Por supuesto que yo me ocupé de malcriarlo en un intento también absurdo de humanizarlo. De encontrarse él en el trance del que hablaba mi señora, nos ponía en un problema: por su tamaño y bondad podía ser atacado por otros perros.

–Por qué no vas a buscarlo –sugirió ella, como si yo tuviera algo que pagar.

–¿Ahora?

–Y cuándo si no. Lo van a matar.

Átomo significaba mucho para nosotros. Todavía no teníamos hijos.

–No te preocupes, los perros siempre vuelven –agregué con la seguridad de un gran conocedor, entrando a la casa.

Dejé mi maletín sobre la mesa de la cocina. A esa hora, gracias a unas demoradas magnolias que Eva había cortado esa tarde del jardín, el ambiente guardaba el perfume dulce de los atardeceres entrerrianos.

–Lo van a matar –repitió, entrando detrás de mí, meneando la cabeza, abrumada de incomprensión.

Se puede hablar del comienzo de cierto drama, de la pesada carga de lo cotidiano, agravado por el cierre furibundo de la puerta de calle. Drama que yo trataba de ignorar desabotonándome la camisa y preparándome para descansar, pero que a poco que estuviera listo para hacer nada, las dos preocupaciones volverían: la de haber visto sin intermediaciones a un hombre sin cabeza y la de que mi perro no regresara nunca. ¿Qué debe hacer un verdadero hombre en estos casos? No lo sé. Por lo pronto, opté por cambiarme de ropa, como si eso me ayudara a cambiar algo y muchos, ahora que me había puesto mi propio jogging y las zapatillas de caminar, se preguntarán por qué no salía a buscar a Átomo para acabar de una buena vez con esta historia. Y la respuesta es muy simple: tenía miedo.

Mientras me vestía, imaginaba que Roberto Carlos podría haber sido abandonado en el parque cercano y ahora vagaba sin control en la oscuridad de la noche, chocándose con árboles y alambrados como esos juguetes propulsados a cuerda que terminan rebotando contra las patas de las sillas. ¡Qué amargo resultó el primer mate que Eva me trajo! ¿Qué haría entonces si salía a buscar al perro y terminaba encontrándome con el fenómeno? Tal vez conducirlo a la policía. Pero ¿y si él se rebelaba contra mí al intuirme un desconocido? ¿Hasta dónde llegaban sus sentimientos, sus percepciones, si las tenía? También podía ser yo un mal remedio.

–Está bien, descansá –aceptó Eva– pero después, por favor, vamos a buscarlo.

Me senté en el sofá, encendí el televisor, vi distintos noticieros que informaron de choques en Caballito, nacimientos en cautiverio de animales a punto de extinguirse, periodistas esforzándose por caer simpáticos y avisos publicitarios orientados a mujeres de vidas precarias, pero nada más.

Al tercer mate, Eva me apuntó con la mirada y su cuerpo mostró las posturas propias de quien reclama. Sin demostrar la obediencia ciega que tenemos algunos hombres, me puse de pie y salimos. La noche se había instalado. El barrio Los Tilos no se caracteriza por ser de los más iluminados, hay algunos faroles que necesitan reemplazo y otros que de sucios iluminan mal (dejo constancia por si algún funcionario municipal está leyendo).

–El problema –le avisé a Eva mientras caminábamos– es que nos encontremos con el hombre sin cabeza.

Ella sonrió, conocía mi costado humorístico, mis bromas, fuente de seducción en otros tiempos que en el presente, en cierto punto de nuestra relación, se mostraban fatigadas por la recurrencia.

–En serio –insistí– hoy pude conocerlo.

Ya habíamos caminado tres cuadras, el aire fresco y húmedo de la noche traía olor a pasto quemado, el cielo estaba limpio y las estrellas parecían cercanas. Entre las ramas de los árboles, una luna redonda, nítida, se lucía.

–Dejáte de joder –dijo Eva– ¿dónde se habrá metido ese perro? A ver si nos lo robaron.

Los autos habían amainado y las calles se armaban de más silencio. La gente, en sus casas se movía con lentitud, a veces cenando, otras mirando tevé o jugando con sus hijos. Al cruzar por un camino lindero al parque llegaríamos hasta una casa que solía despertar la curiosidad de Átomo. Quise volver a hablar de Roberto Carlos. Tal vez a esa hora, él ya había sido depositado en su hogar, donde una madre de cabello cano recogido, una viejecita encorvada, vestida con un eterno delantal blanco, lo recibía tomándolo de la mano y al percibir esa mano, el hombre sin cabeza se estremecía un poco, consciente (por instinto) de que esa mano era la de su madre.

–Por eso me demoré.

–¿Qué decís? ¿Tomaste algo?

–Cuando bajé del colectivo caminé una cuadra sobre Cadario y lo vi, venía acompañado por otro señor, que lo traía del brazo.

–Terminala.

–Parece que es conocido, acá a nadie le llama la atención.

La casa hacia donde nos dirigimos estaba a oscuras, la luz de la luna resaltaba sus paredes blancas. Los perros guardianes, tres por lo menos, estaban juntos, ovillados sobre la tierra y ni se inmutaron a nuestro paso. Meternos en el parque no era recomendable, eran frecuentes los robos o las parejas que por las noches se ocultaban entre los árboles para hacer el amor.

–¿Me estás tomando el pelo, no? –preguntó Eva.

–Te juro que no... Qué vamos a cenar.

–Primero tenemos que encontrar a Átomo.

Caminar más allá era encontrarnos en pleno campo, enfrente, teníamos el Regimiento de Tanques de Guerra, bastante iluminado. Detrás del Regimiento, está el barrio militar. Nunca habíamos paseado por ese barrio, solo llegábamos hasta una placita lindera que tiene juegos para niños, donde Átomo, con precisión, orinaba siempre las mismas hamacas.

–Entremos al barrio militar –sugerí.
Lo primero que me vino a la memoria cuando vi al hombre sin cabeza en Concordia, fue una performance que presencié en la peatonal Córdoba de Rosario, a fines de los ochenta. Atardecía cuando unos muchachones vestidos de gastados fracs negros y maquilladas caras blancas, que decían ser adictos al surrealismo, llevaban sobre los hombros un precario ataúd abierto conteniendo en apariencia el cuerpo de un fallecido. En las manos que les quedaban libres llevaban velas rojas encendidas. Los paseantes le abrían paso al cortejo con desagrado, insultándolos a veces. Los surrealistas respondían con sonrisas a cada insulto e invitaban al público a que los reemplazaran llevando el cajón. Era tal la irrealidad el acto, que sin que nadie lo deseara o presintiera llegó un escuadrón de la policía.

Al entrar la policía en escena, los muchachos arrojaron el ataúd y al supuesto cadáver al piso para poder huir corriendo (algunos se escondieron en el edificio de la Facultad de Humanidades y Artes). Tal vez si la policía hubiese dejado terminar esa performance, nadie hubiera advertido que el muerto no era un muñeco, sino que se trataba del cuerpo vestido de un auténtico ser humano, que gracias a estos chicos lograba ahora cierta trascendencia. Más inoportunos que la policía fueron los que aprovecharon el escándalo para sacarse fotos al lado del finado. Dos chicas adolescentes, vestidas de colegialas, sostenían en vertical el ataúd y, con el muerto tendido a sus pies, posaban para un fotógrafo rodeadas de curiosos que les miraban las piernas (simulando estar mirando el cadáver).

Aquellas imágenes se disiparon cuando dos hombres, el que no tenía cabeza y otro que sí la tenía, avanzaban frente a mí caminando. El que tenía cabeza llevaba al otro del brazo, como hacen esas personas que acompañan a los mayores a dar un paseo en el atardecer. Estábamos en la calle Cadario. Para quienes no conozcan Concordia, les cuento que la calle Cadario tiene una extensión de unas cinco cuadras pavimentadas y desemboca en un parque que la gente utiliza (entre otras cosas) para practicar deportes. Como a la vera de esa calle no hay demasiada urbanización y abundan los terrenos bajos, carece de veredas con mosaicos, por lo que esa misma gente camina o trota por la calzada.

Por las tardes, al regresar de mi trabajo, si antes no me detengo en un bar a tomar una copa, desciendo de la línea 9 en la esquina de Eva Perón y Cadario. Normalmente, al intuirme, mi perro corre hasta la parada del colectivo para hacerme fiesta y demostrar lo feliz que lo pone mi regreso. Esa tarde mi perro debe haber estado ocupado en otra cosa, los únicos que salieron a mi encuentro fueron los paseantes, algunos en bicicleta, otros a pie, que andaban con sus equipos de gimnasia y sus botellas de agua en las manos derrochando salud. Entre ellos, a paso lento, avanzando por el mismo carril que yo lo hacía y en sentido contrario, venían caminando el hombre sin cabeza y su acompañante. Al verlos, después de recordar la performance de los surrealistas rosarinos fui preso de la curiosidad (como cualquiera que hubiera visto por primera vez a un hombre sin cabeza) y me detuve. Al verme detenido y asombrado, el hombre que llevaba del brazo al sin cabeza detuvo la marcha de los dos.

–Ya sé –me dijo– le llama la atención mi amigo.

El acompañante del hombre sin cabeza tenía un tono melindroso, de sacerdote de iglesia católica, y traía tanta tranquilidad de espíritu en ese tono que por un instante, en lugar de creer que yo estaba frente a algo inexplicable, me sentí un ser extraño, fuera de lo común, y tragué saliva.

–Sí, claro –dije señalando con el mentón– de qué se trata, ¿es una publicidad?

El hombre con cabeza lanzó una carcajada.

–Sí, de champú –me dijo, dando a entender que no le faltaba sentido del humor.

Estábamos parados sobre un puentecito. Detrás, a pesar de que caía la tarde, resplandecía al borde de un mínimo arroyo un poderoso álamo apenas brotado. Me sonreí de manera estúpida, como si comprendiera.

–¿Usted no es de acá, no? –siguió él, utilizando la típica muletilla que usan los concordienses cuando uno hace una pregunta que para ellos es trivial.

–Hace poco que vine –dije sin dar más explicaciones.

–Me lo imaginaba. Le presento a Roberto Carlos, el auténtico hombre sin cabeza.

Roberto Carlos llevaba un amplio pantalón de lino color arena, de esos que se arrugan enseguida, una camisa blanca, un saco verde claro liviano (muy apropiado para la temperatura de ese día) y zapatos náuticos de nobuk marrones. Si no fuera por la falta de cabeza, podría decir que estaba bien vestido y que su complexión física antes que musculosa era fofa. Sin ser obeso, Roberto Carlos parecía un pedazo de carne ambulante que alguien hubiera fabricado para hacer después hamburguesas, como se decía de las de McDonal’s, pero bien terminado, con finos dedos pálidos en las manos y reloj de pulsera.

Hubo un leve pellizco del acompañante a la altura del bíceps derecho del hombre sin cabeza y él, mecánicamente, extendió una mano que estreché con algo de repulsión. La sentí suave, originaria de alguien sin oficio, con una temperatura similar a la mía. La fuerza del apretón fue débil, demostrando cierta educación en el saludo.

–Perdóneme –le dije al acompañante– pero podría explicarme qué es esto.

Después de decir “qué es esto” me sentí horrible, por más que aquel hombre no tuviera cabeza y por ende tampoco oído, debí haberme manejado con más respeto.

El acompañante me capturó al vuelo.

–Lo que usted llama despectivamente “esto”, es un ser humano señor, al que naturaleza le ha jugado una mala pasada. En nada se diferencia de nosotros, solo le falta la cabeza.

–Pero cómo sobrevive.

–¿Se refiere usted a si respira?

–Por lo menos –dije.

El acompañante ahora oprimió con delicadeza el muslo derecho de Roberto y Roberto se inclinó como un actor de teatro en el saludo del final, exponiendo la terminación superior de su cuerpo que mostraba una tapa negra de plástico (como la de un frasco grande de aceitunas, pero con la rosca hacia arriba) con tres orificios: por uno entraba aire y por el otro salía con un olor desagradable, mientras que por el tercero –deduje– tal vez recibiera los alimentos. De no ser por la falta de cabeza, ese hombre podría haber sido tan alto como yo. Los hilos alrededor de la tapa de plástico tal vez le servirían para enroscar en el futuro una cabeza ortopédica. Imaginé que bien le cabría la de la vieja publicidad de Geniol sin las incrustaciones.

–Es como una planta que camina –me explicó el acompañante.

–¿Y usted qué relación tiene con él? –pregunté.

–De gurises que somos amigos. Vivimos en el mismo barrio.

Desplacé mi asombro a que nunca nadie en Concordia me hubiera comentado de la existencia de Roberto Carlos, como si la habitualidad de su presencia no mereciera destacarse. ¿Cómo era que este hombre no estaba en un circo o en un zoológico, o fuera una atracción turística permanente? Después, me pregunté por qué habría de serlo, ¿no había acaso en mí un maldito prejuicio? ¿Era yo una persona instruida y abierta solo por haber vivido varios años en grandes ciudades?, ¿por qué no podía ser yo el que estuviera en un circo, en un zoológico, o haberme convertido en el personaje principal de un documental sobre fenómenos? Tal vez porque mi aspecto exterior podía pasar por el de alguien corriente.

Los hombres sin cabeza de los que había oído hablar eran espectros o personajes de leyenda, resentidos fantasmas que hacían sus apariciones para atemorizar a los vivos. Roberto Carlos, en cambio, que se llamaba así porque su madre era fanática del cantor brasileño, daba más bien una sensación de desamparo, como la que se tiene por cualquier persona de apariencia incompleta.

Ya estábamos sumergidos en la primera oscuridad cuando las luces de la calle titilaron con timidez. Los gimnastas habían mermado, la calle era ganada por autos lentos, ruidosos. Yo adopté el saludo más cordial que tengo para despedirme.

–Fue un placer –dije extendiendo mi mano para dársela a ambos, esperando que otra vez el acompañante primero tocara el bíceps de Roberto Carlos y luego él me saludara. La última mano estaba un poco fría.

No niego que llegué a casa perplejo y que seguí pensando en Roberto Carlos como si él pudiera volver en alguna pesadilla, pero enseguida salí de todo pensamiento para recibir los reproches de mi mujer por la tardanza.

–¿Y ahora qué pasó? –increpó Eva, que en ese momento estaba parada frente a la puerta de calle.

–Nada –le dije– me entretuve conversando con unos señores.

–¿Y Átomo? –por nuestro perro.

–No lo vi.

–¿No fue a buscarte?

–No.

–Seguro que se fue detrás de alguna perra.

Átomo estaba en edad de hacer algo así, lo habíamos adoptado un año atrás, cuando vinimos a vivir a Concordia y alquilamos esa casa en la calle Poenitz del barrio Los Tilos. Recuerdo que fuimos a buscarlo a la Sociedad Protectora de Animales. En medio de las jaulas, los ladridos y un asfixiante olor a pelo de perro sucio, emergió como un disparate ese cusco marrón, desgreñado, al que se le podían contar las costillas de tan flaco y ganaba corazones por su perfil de vagabundo y un poderoso afán de conocer el mundo olfateando lo que se le cruzara. Fue un absurdo suponer que crecería. Lo habían educado con vaya a saber qué sádico método, era incapaz de acercarse a la mesa mientras comíamos o de hacer sus necesidades dentro de la casa. Por supuesto que yo me ocupé de malcriarlo en un intento también absurdo de humanizarlo. De encontrarse él en el trance del que hablaba mi señora, nos ponía en un problema: por su tamaño y bondad podía ser atacado por otros perros.

–Por qué no vas a buscarlo –sugirió ella, como si yo tuviera algo que pagar.

–¿Ahora?

–Y cuándo si no. Lo van a matar.

Átomo significaba mucho para nosotros. Todavía no teníamos hijos.

–No te preocupes, los perros siempre vuelven –agregué con la seguridad de un gran conocedor, entrando a la casa.

Dejé mi maletín sobre la mesa de la cocina. A esa hora, gracias a unas demoradas magnolias que Eva había cortado esa tarde del jardín, el ambiente guardaba el perfume dulce de los atardeceres entrerrianos.

–Lo van a matar –repitió, entrando detrás de mí, meneando la cabeza, abrumada de incomprensión.

Se puede hablar del comienzo de cierto drama, de la pesada carga de lo cotidiano, agravado por el cierre furibundo de la puerta de calle. Drama que yo trataba de ignorar desabotonándome la camisa y preparándome para descansar, pero que a poco que estuviera listo para hacer nada, las dos preocupaciones volverían: la de haber visto sin intermediaciones a un hombre sin cabeza y la de que mi perro no regresara nunca. ¿Qué debe hacer un verdadero hombre en estos casos? No lo sé. Por lo pronto, opté por cambiarme de ropa, como si eso me ayudara a cambiar algo y muchos, ahora que me había puesto mi propio jogging y las zapatillas de caminar, se preguntarán por qué no salía a buscar a Átomo para acabar de una buena vez con esta historia. Y la respuesta es muy simple: tenía miedo.

Mientras me vestía, imaginaba que Roberto Carlos podría haber sido abandonado en el parque cercano y ahora vagaba sin control en la oscuridad de la noche, chocándose con árboles y alambrados como esos juguetes propulsados a cuerda que terminan rebotando contra las patas de las sillas. ¡Qué amargo resultó el primer mate que Eva me trajo! ¿Qué haría entonces si salía a buscar al perro y terminaba encontrándome con el fenómeno? Tal vez conducirlo a la policía. Pero ¿y si él se rebelaba contra mí al intuirme un desconocido? ¿Hasta dónde llegaban sus sentimientos, sus percepciones, si las tenía? También podía ser yo un mal remedio.

–Está bien, descansá –aceptó Eva– pero después, por favor, vamos a buscarlo.

Me senté en el sofá, encendí el televisor, vi distintos noticieros que informaron de choques en Caballito, nacimientos en cautiverio de animales a punto de extinguirse, periodistas esforzándose por caer simpáticos y avisos publicitarios orientados a mujeres de vidas precarias, pero nada más.

Al tercer mate, Eva me apuntó con la mirada y su cuerpo mostró las posturas propias de quien reclama. Sin demostrar la obediencia ciega que tenemos algunos hombres, me puse de pie y salimos. La noche se había instalado. El barrio Los Tilos no se caracteriza por ser de los más iluminados, hay algunos faroles que necesitan reemplazo y otros que de sucios iluminan mal (dejo constancia por si algún funcionario municipal está leyendo).

–El problema –le avisé a Eva mientras caminábamos– es que nos encontremos con el hombre sin cabeza.

Ella sonrió, conocía mi costado humorístico, mis bromas, fuente de seducción en otros tiempos que en el presente, en cierto punto de nuestra relación, se mostraban fatigadas por la recurrencia.

–En serio –insistí– hoy pude conocerlo.

Ya habíamos caminado tres cuadras, el aire fresco y húmedo de la noche traía olor a pasto quemado, el cielo estaba limpio y las estrellas parecían cercanas. Entre las ramas de los árboles, una luna redonda, nítida, se lucía.

–Dejáte de joder –dijo Eva– ¿dónde se habrá metido ese perro? A ver si nos lo robaron.

Los autos habían amainado y las calles se armaban de más silencio. La gente, en sus casas se movía con lentitud, a veces cenando, otras mirando tevé o jugando con sus hijos. Al cruzar por un camino lindero al parque llegaríamos hasta una casa que solía despertar la curiosidad de Átomo. Quise volver a hablar de Roberto Carlos. Tal vez a esa hora, él ya había sido depositado en su hogar, donde una madre de cabello cano recogido, una viejecita encorvada, vestida con un eterno delantal blanco, lo recibía tomándolo de la mano y al percibir esa mano, el hombre sin cabeza se estremecía un poco, consciente (por instinto) de que esa mano era la de su madre.

–Por eso me demoré.

–¿Qué decís? ¿Tomaste algo?

–Cuando bajé del colectivo caminé una cuadra sobre Cadario y lo vi, venía acompañado por otro señor, que lo traía del brazo.

–Terminala.

–Parece que es conocido, acá a nadie le llama la atención.

La casa hacia donde nos dirigimos estaba a oscuras, la luz de la luna resaltaba sus paredes blancas. Los perros guardianes, tres por lo menos, estaban juntos, ovillados sobre la tierra y ni se inmutaron a nuestro paso. Meternos en el parque no era recomendable, eran frecuentes los robos o las parejas que por las noches se ocultaban entre los árboles para hacer el amor.

–¿Me estás tomando el pelo, no? –preguntó Eva.

–Te juro que no... Qué vamos a cenar.

–Primero tenemos que encontrar a Átomo.

Caminar más allá era encontrarnos en pleno campo, enfrente, teníamos el Regimiento de Tanques de Guerra, bastante iluminado. Detrás del Regimiento, está el barrio militar. Nunca habíamos paseado por ese barrio, solo llegábamos hasta una placita lindera que tiene juegos para niños, donde Átomo, con precisión, orinaba siempre las mismas hamacas.

–Entremos al barrio militar –sugerí.

–Ni loca –dijo ella, recordando que semanas atrás dos jóvenes sospechados de robo habían sido baleados.

Al no ponernos de acuerdo, regresamos. Lo hicimos sin hablar, cabizbajos, como esos caballos que retornan a sus casas llevando a un jinete borracho o dormido. Sin embargo, a unos cien metros de nuestra puerta, Átomo, brincando de alegría nos salió al cruce. Estaba absolutamente embarrado y con una oreja lastimada. Eva se puso en cuclillas, él le saltó a la cara moviendo la cola, serpenteando con frenesí. Ella dejó que le lamiera la cara y entre la baba de las lamidas, estoy seguro, le corrió una lágrima que la poca luz supo disimular.

En casa, hicimos los arreglos para recuperar al perro. Mientras Eva lo bañaba, yo me asomé a la ventana que da a la calle, estaba obsesionado con el hombre sin cabeza, quería volver a verlo, pero solo cantaron unos teros en el terreno de enfrente y lo demás fue pura oscuridad y silencio.

Al otro día, en la oficina, con menos detalles de los que acabo de dar, les conté a mis compañeros de trabajo acerca del encuentro con Roberto Carlos y también del momentáneo extravío y recuperación de Átomo. Nadie negó la existencia de Roberto Carlos, ni mostró asombro siquiera (yo esperaba al menos un "pobre gurí"). Los interesados en la conversación solo se preocuparon por la salud del perro y la mía, preguntando por ejemplo si él y yo habíamos descansado bien después del susto. Esa conversación murió luego de algunos comentarios adicionales del amor de los hombres por los perros. Alguien soltó una corta anécdota insulsa que intentaba graficarlo, tal vez solo por el placer de no sentirse ajeno a la charla. Otro dijo que, de acuerdo a lo que había leído en una revista, los perros son así con los humanos por ser muy aptos para recibir almas reencarnadas.

Cuando todos volvimos a nuestras tareas y quedaron en el aire los ruidos de las teclas de las computadoras, repicando por encima de la música de la radio, un hombre mayor, al borde de la jubilación, que hacía tareas de mensajería (bastante parecido por sus arrugas, su nariz y su calvicie a un Pablo Picasso anciano), entró a la oficina, se paró frente a mi escritorio y mirando por la ventana, hacia un caserío cercano, comentó:

–Estoy enamorado de ese lapacho.

Me asomé también a la ventana y pude comprobar que ese enorme lapacho florecido que se veía a la distancia, premiado por la luz de un sol magnifico, era digno de amor y respeto. Picasso (así llamaba yo al mensajero en secreto) era un hombre sensible, de buen humor, servicial y correcto, llevaba mucho tiempo en la empresa haciendo su trabajo. Había nacido en Concordia, conocía la ciudad y su gente como pocos. Los relatos que él contaba acerca de personajes legendarios de la región eran escuchados con curiosidad y regocijo. Nadie mejor que él para hablarme en extenso del hombre sin cabeza.

–Hermoso lapacho, es verdad –dije, y luego fui al punto–. Don Marcos, necesito hacerle una pregunta, ¿conoce usted al hombre sin cabeza?

Picasso me miró a los ojos con gesto de asombro, como si no esperara nunca que alguien le hiciera esa pregunta. Su rostro se apagó de tal forma que yo temí que le diera un ataque. Apretó la boca tirando los labios hacia adelante en una mezcla de bronca y desazón. Los surcos de las arrugas de la cara adquirieron mayor profundidad, hasta que pudo articular palabras y con voz compungida me explicó que Roberto Carlos era su hijo, y que no tenía nada más que agregar.
–Ni loca –dijo ella, recordando que semanas atrás dos jóvenes sospechados de robo habían sido baleados.

Al no ponernos de acuerdo, regresamos. Lo hicimos sin hablar, cabizbajos, como esos caballos que retornan a sus casas llevando a un jinete borracho o dormido. Sin embargo, a unos cien metros de nuestra puerta, Átomo, brincando de alegría nos salió al cruce. Estaba absolutamente embarrado y con una oreja lastimada. Eva se puso en cuclillas, él le saltó a la cara moviendo la cola, serpenteando con frenesí. Ella dejó que le lamiera la cara y entre la baba de las lamidas, estoy seguro, le corrió una lágrima que la poca luz supo disimular.

En casa, hicimos los arreglos para recuperar al perro. Mientras Eva lo bañaba, yo me asomé a la ventana que da a la calle, estaba obsesionado con el hombre sin cabeza, quería volver a verlo, pero solo cantaron unos teros en el terreno de enfrente y lo demás fue pura oscuridad y silencio.

Al otro día, en la oficina, con menos detalles de los que acabo de dar, les conté a mis compañeros de trabajo acerca del encuentro con Roberto Carlos y también del momentáneo extravío y recuperación de Átomo. Nadie negó la existencia de Roberto Carlos, ni mostró asombro siquiera (yo esperaba al menos un "pobre gurí"). Los interesados en la conversación solo se preocuparon por la salud del perro y la mía, preguntando por ejemplo si él y yo habíamos descansado bien después del susto. Esa conversación murió luego de algunos comentarios adicionales del amor de los hombres por los perros. Alguien soltó una corta anécdota insulsa que intentaba graficarlo, tal vez solo por el placer de no sentirse ajeno a la charla. Otro dijo que, de acuerdo a lo que había leído en una revista, los perros son así con los humanos por ser muy aptos para recibir almas reencarnadas.

Cuando todos volvimos a nuestras tareas y quedaron en el aire los ruidos de las teclas de las computadoras, repicando por encima de la música de la radio, un hombre mayor, al borde de la jubilación, que hacía tareas de mensajería (bastante parecido por sus arrugas, su nariz y su calvicie a un Pablo Picasso anciano), entró a la oficina, se paró frente a mi escritorio y mirando por la ventana, hacia un caserío cercano, comentó:

–Estoy enamorado de ese lapacho.

Me asomé también a la ventana y pude comprobar que ese enorme lapacho florecido que se veía a la distancia, premiado por la luz de un sol magnifico, era digno de amor y respeto. Picasso (así llamaba yo al mensajero en secreto) era un hombre sensible, de buen humor, servicial y correcto, llevaba mucho tiempo en la empresa haciendo su trabajo. Había nacido en Concordia, conocía la ciudad y su gente como pocos. Los relatos que él contaba acerca de personajes legendarios de la región eran escuchados con curiosidad y regocijo. Nadie mejor que él para hablarme en extenso del hombre sin cabeza.

–Hermoso lapacho, es verdad –dije, y luego fui al punto–. Don Marcos, necesito hacerle una pregunta, ¿conoce usted al hombre sin cabeza?

Picasso me miró a los ojos con gesto de asombro, como si no esperara nunca que alguien le hiciera esa pregunta. Su rostro se apagó de tal forma que yo temí que le diera un ataque. Apretó la boca tirando los labios hacia adelante en una mezcla de bronca y desazón. Los surcos de las arrugas de la cara adquirieron mayor profundidad, hasta que pudo articular palabras y con voz compungida me explicó que Roberto Carlos era su hijo, y que no tenía nada más que agregar.

Fernando Belottini



Fernando Belottini, nacido en San Jorge (Santa Fe). Actualmente reside en Concordia. En literatura obtuvo varios reconocimientos y publicó en diarios y revistas del país. Obtuvo la mayor distinción literaria de la provincia, el premio Fray Mocho, por su libro "Textos sin destino" del que forma parte este relato...

miércoles, 28 de diciembre de 2011

18


Sólo un niño tratando de armar el rompecabezas.
Sólo un niño volviendo de la plaza en la noche nublada.
Cada día me siento más aquel pequeño niño. No escribo para nadie. Ni siquiera para mí. Sólo son palabras tratando de desahogar un mar embravecido. Temo. Por lo que vendrá, por no hacerlo bien, por fallar.
Y sin embargo, una sonrisa se asoma. Y no puede haber ningún texto largo, ni nada. Sólo un número sobre el que la vida ha hecho literatura. Una foto al menos, que busco tratando de hayarrme.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Chica beatle

ella canta una canción
creo que es de los beatles
últimamente escucha
a los pibes de liberpool
y también oye temas
de chico buarque
a ella se la ve contenta
yo creo que es porque
todas las mañanas
me levanto a su lado
Manuel Podestá

Historias mínimas (2002)

Anoche vi esta película, del director argentino Carlos Sorín. Realizado con actores poco populares, su trama entrelaza unas tres historias mínimas que podemos palpar durante su desarrollo. Pero además, está llena de historias en cada pequeña mirada.
Don Justo, su protagonista de 80 años, es un personaje entrañable que se va haciendo dedo en busca de su perro. Un perro que, según  él sostiene, no está perdido. Sino, al contrario, se ha ido por que él ha hecho algo malo.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Día Hábil



La distancia entre las generaciones es insalvable. Creés que hablás cara a cara con tu hijo, pero te separan treinta años, estás a tres décadas de distancia de él, aunque lo estés mirando a los ojos. Los años son como kilómetros. La risa puede ser simultánea, pero él se ríe en su infancia y vos en tu adultez. Si tratás de pensar en tu propia infancia y sentís lo lejos que queda todo, esa decoloración de las fotos, el recuerdo borroneado, el eco al fondo del pasillo de la década en que naciste, la ropa extraña que se usaba, los peinados, los modelos de los autos, la publicidad de ese tiempo, la política, los dibujitos animados cuando faltabas al colegio, la televisión de entonces, allá lejos... Esa es la distancia a la que está tu hijo de vos, la perspectiva desde donde te mira. Está viviendo su infancia. Esto que sucede ahora, el kirchnerismo, los Wachiturros, YouTube, Cuevana, la crisis europea, Messi; todo eso no es la actualidad, es la infancia de él y de muchos, es decir, el pasado. Todo esto sucedió hace treinta años, cuando todavía había dos Beatles vivos que venían a tocar a la Argentina de vez en cuando. Tu hijo te llega al hombro, cierra ventanas de Internet cuando te acercás, te dice: “¿qué pasa, pa?” como esperando que despejes la zona, tiene sus propias claves, su propio tiempo, ya le empieza a incomodar cruzar la calle de la mano con vos. Dentro de poco va a empezar el secundario y va entrar en la nebulosa del sueño largo, la fiaca profunda, el estanque privado de su cuarto donde se va a sumergir, protegido por su música y su puerta.

Me acuerdo que, cuando empecé a ir a la facultad, mi padre todavía entraba a mi cuarto para saludarme a la mañana antes de irse a trabajar. Entraba como un terremoto. Petrus, me decía, se acercaba, me agarraba un pie y salía diciendo: ¡Día hábil, día hábil! Me agarraba un pie porque siempre le costó demostrar afecto físicamente; hacerme un cariño en la cabeza hubiera sido demasiado y ya más abajo todo era comprometido para su fobia física, demasiado cargado de tensión erótica, además en la penumbra no se sabe bien en qué posición está el que duerme, dónde tiene el brazo, el hombro, lo único que quedaba librado de toda duda era el pie, y en su apuro matinal mi pie sería seguramente lo que estaba más cerca de la puerta. Así que entraba de golpe, decía Petrus, me agarraba un pie y se alejaba diciendo “día hábil” porque yo iba a la facultad a la tarde y supongo que no le gustaba saber que iba a quedarme durmiendo toda la mañana. Un día me cansé de que me despertara y trabé la puerta. Temprano lo escuché acercarse con esas zancadas largas que heredé y que retumbaban en el suelo. Agarró el picaporte, pero no cedió; volvió a probar. Hizo una pausa. Yo me senté en la cama. Después escuché los pasos que se alejaban. Esa pausa me hizo arrepentirme de haberle cerrado. A partir de ese día y hasta que me fui a vivir solo, aunque nadie tocó jamás el tema, siempre dejé la puerta sin traba, pero él nunca más volvió a entrar a la mañana a saludarme.
 Pedro Mairal
Perfil, 26 de noviembre de 20011

sábado, 24 de diciembre de 2011

Ojalá - Eduardo Galeano

Ojalá seamos dignos de la desesperada esperanza.
Ojalá podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos juntos, porque nada sirve un diente fuera de la boca ni un dedo fuera de la mano.
Ojalá podamos ser desobedientes cada vez que recibimos órdenes que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común.
Ojalá podamos ser tan porfiados para seguir creyendo contra toda evidencia que la condición humana vale la pena, porque hemos sido mal hechos, pero no estamos terminados.
Ojalá podamos ser capaces de seguir caminando los caminos del viento, a pesar de las caídas y las traiciones y las derrotas, porque la historia continúa más allá de nosotros, y, cuando ella dice "adiós", está diciendo "hasta luego".
Ojalá podamos mantener viva la certeza de que es posible ser compatriota y contemporáneo de todo aquel que viva animado por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, nazca donde nazca y viva cuando viva, porque no tienen fronteras los mapas del alma ni del tiempo.
Ojalá.

viernes, 23 de diciembre de 2011

[Hace diez años: el malón que no fue: Reflexión sobre el Argentinazo del 19 y 20] - Agrupación Hacha y Tiza

Hace diez años, la gente se cansó, vea lector que no decimos “el pueblo”, sino la gente. El 19 y 20 fue la emergencia de la pequeña burguesía a la política de acción directa. Política que la clase obrera venía poniendo en práctica desde 1994, con los primeros cortes de rutas en Neuquén y Salta.

Hace diez años Colón esperó un malón que nunca llegó. Llegaría desde “Concordia, vienen de Uruguay…” decían los vecinos asustados, el jefe del Cuartel de Bomberos prometió tocar la sirena, si se lo confirmaba la Policía. Milicias urbanas, civiles claro, se armaron y apostaron en lugares estratégicos esperando al malón que nunca llegó. Adeudamos la Historia, que tenga un tratamiento científico –con método, hipótesis y todo- logre despegar este hecho, casi salido del realismo mágico latinoamericano a la racionalidad.
Pero esa pequeña burguesía, tilinga por naturaleza, espantada y fascista latente, pidió, clamó y grito por la propiedad privada que los negros –siempre llamó así a los trabajadores- vendrían a saquear. No los bancos que la habían estafado, no los políticos que la habían ilusionado para volverla a decepcionar, y que pronto volverían en un gracioso traje de pingüino. No, nada de eso, le espantaban los negros, los verdaderos laburantes. Había que ver el pánico con el que escondían la mercadería en los negocios del centro, había que ver las estrategias para encanutar lo poco que quedaba, ante la posibilidad del saqueo. También habría que ver si aquellos, que la anécdota recuerda tomando las armas, en cuál lugar se ubicaron en la lucha por las retenciones, ellos, que seguramente quieren los subsidios, pero no pagar en blanco, pagar los impuestos y se oponen a las retenciones a los grandes, ellos, que con ciega vehemencia adoran a la guita.
Pero la obsecuencia y el analfabetismo político no permitieron ver lo obvio. El malón ya había pasado, venía campeando y saqueando desde antes de aquel trágico`76, y ya poco más que ruinas quedaron cuando la pequeña burguesía se despertó de la fiesta de la pizza y champagne, por ello no encontraron al malón, porque ya había pasado, mientras ellos decían: déme dos en alguna playa carioca.
Dijimos la “Gente” y no “El pueblo”, porque el segundo significa una alianza de las clases subordinadas de esta sociedad, que se unen por un programa común, contra el enemigo burgués, contra el gran patrón, el de mucho millones, el que tiene al Estado entero para que defienda su propiedad privada, y no hace el ridículo con una escopeta del 12 bajo el brazo. Ese enemigo de la patria y de los trabajadores, que la clase media ama, admira y envidia.
Aquel caluroso diciembre, de los más calientes que recuerda este suelo, los trabajadores encontraron a esa otra fracción útil para la causa, en el lugar que el pueblo eligió para manifestarse, en la calle. El obtuso presidente, dudando si sí o si no, se tomó el helicóptero, hubiera preferido seguir con la cabeza en un maseta, pero no había tiempo, el pueblo, esa alianza de trabajadores, estudiantes, profesionales empobrecidos y pequeños comerciantes, se estaba concretando, y amenazaba con su potencial volcánico explotar. Pero amenazó, no más. Una oportunidad perdida.
Algunos dicen que faltaron 30.000 compañeros que no estaban, por haber servido en otra batalla, otros creemos que faltó una organización que debería haber nacido en el calor de la lucha, otros afirman que no existía ni remotamente, una posibilidad más allá de la que vino después.
Por esa costumbre, suponemos que cristiana de vincular una época con un personaje sobresaliente, las décadas se resuelven a partir de cronismos que adjetivan el nombre de alguien: la década peronista, leninista, menemista, e indudablemente, ésta, en la que aún estamos, serán los “años kirchneristas”, y no tanto por el hecho fortuito y casual, por el cual, el visco mandatario accedió al poder de la mano del capo maffia bonaerense, sino porque éste fue el mejor elemento que la clase dominante argentina consiguió –de entre 5 presidentes echados en 15 días - y del pifie manodurista del Hombre del polvo blanco, para mantener el poder en sus manos, para recomponer la hegemonía a favor de los grandes-grandes.
NK, “Él”, fue quién mejor supo medir el pulso al pueblo para no darle lo que este pedía. No se fue nadie, los reciclo a casi todos, pero sí hizo una serie de movimientos que generaron más puestos de trabajo, ante el hambre, la explotación es la mejor salida en este régimen, cualquier hueso es mejor, cualquier hueso. Se generaron cambios importantes, pero de orden simbólico, como el matrimonio gay, o la cárcel a los milicos de la última dictadura, aún de los empresarios beneficiados por ésta el kirchnerismo no habla ¿Obvio, no?
El kirchnerismo no solucionó los problemas de fondo del país, sino que los emparcho triangulando renta agraria –impuestos al campo- para planes sociales que mantienen a la población que el sistema capitalista no puede ocupar –jóvenes, viejos, etc.-. Nada tenemos contra la apropiación de la riqueza socialmente producida, pero sabemos que los problemas no se solucionan con ese parche, sino con una nueva pelota. Todo “el modelo” está apoyado en “el yuyito”, no hay modelo, hay impuesto a la soja, las exportaciones siguen siendo principalmente de materias primas, y soja pelada, que en las estadísticas oficiales aparece como “manufactura”. El potencial de nuestro país está lejos de ser beneficios de los argentinos, la minería y el petróleo, riquezas incalculables y limitadas están en manos de capitales extranjeros que el movimiento “nacional y popular” no mira ni de reojo. En ocho años de “latinoamericanismo” cruzar a Paysandú no cambió en nada, si es cierto que las empresas multinacionales han agilizado su transporte por las nuevas autopistas calcadas del IIRSA, pero para el pueblo, hueso.
La mitología cohesionadora de los K, dice que la juventud participa en la política gracias a las oportunidades que ellos dan, cuando es exactamente al revés, y en una especie de síndrome de Estocolmo, miles de jóvenes dicen que sí, qué es CFK quién da la oportunidad, y no ellos, quienes dan vida y bombo, para esconder que de fondo todo sigue igual. La juventud se acerca a la política por aquellas jornadas de diciembre, por el proceso que se abrió allí, muchos antes que el pinguinaje llegue al poder, cuando aún estaban en los negocios inmobiliarios a la vuelta del glaciar para europeos.
Hoy, con la crisis mundial llegando al sur del Sur, con los recortes de los subsidios, el aumento consecuente de los precios y el cierre a los reclamos salariales, que quiere imponer la presidenta para preservar las ganancias de los patrones, vemos un horizonte gris, que no sabemos si son de nubarrones o del humo que ha vendido el kirchnerismo en estos años. Pero tenemos la certeza que hemos aprehendido de la batalla del 2001, e iremos como Pueblo por todo, por la definitiva solución a nuestros problemas. Por la Revolución necesaria.

¡Arriba el Pueblo que lucha!
¡Qué vivan los Mártires del Argentinazo!

lunes, 19 de diciembre de 2011

Gualeguay


Una veta de color poesía
al costado del río.
(Del río que es uno y no otro)
Reza un pariente lejano
en la gruta de Santa Rafaela,
reza hablando de milagros
con su silueta de andante.
En la conversación que su boca nace,
una ciudad entera se deshoja
para ser llenada de
nuestros milagros, nuestras historias,
y nuestros parientes lejanos.

Vuelvo de conversar con las estrellas de mi pueblo ♪♫











Rubores y juventud

-Únicamente cuando es una joven -respondió ella- Pero cuando una vieja como yo se ruboriza es muy mala señal. ¡Ah! Lord Henry, desearía que me enseñase usted a rejuvenecerme.
Él reflexiono un momento.
-¿Puede usted recordar algún error que haya usted cometido en sus primeros días, duquesa? -preguntó, mirándola por encima de la mesa.
-Me temo que un gran número -exclamó ella.
-Pues cométalos de nuevo -dijo él gravemente-. Para volver a ser joven no tiene uno más que repetir sus locuras.
Oscar Wilde
El retrato de Dorian Gray

sábado, 17 de diciembre de 2011

Visión de Belen

No sé cómo fue que Marcelo, mi primo, que con el tiempo se hizo milico y peronista, terminó en la parte de adentro de la quinta a la que habíamos ido a robar mandarinas o naranjas. Marcelo tenía que estar en el alambrado para fijarse que el dueño no saliera de la casa y en todo caso avisarnos y disparar. Esa era la idea, el plan, pero la gente tiene visiones. Que el dueño se dio cuenta y salió con una escopeta es verdad y eso lo sabemos todos, porque el que no lo vio escuchó los gritos del Gringo y sabíamos que si salía iba a ser con una escopeta.
Habrá sido la siesta, los árboles, el olor de las naranjas o mandarinas o todo eso junto lo que confundió a Marcelo. También pudo haber sido Belén, que era rubia, dicen, como el trigo, aunque pocos habíamos visto el trigo. Yo sí, yo lo había visto en los viajes en camión con mi tío y puedo decir que Belén, o el pelo de Belén, no era como el trigo. Belén iluminaba las tardes del pueblo cuando pasaba con la madre para el lado del supermercado. La gente tiene visiones y creo que Marcelo tuvo una visión de ella esa siesta en el alambrado, entre el olor de mandarinas o naranjas. Quién sabe si era invierno o verano, había sol y estábamos aburridos y se nos ocurrió esa idea, porque cuando más aburrido estábamos más ideas teníamos, como aquella otra de entrar a la escuela de noche y tirar panfletos. Ahora yo pienso que todas las ideas revolucionarias vienen de un profundo aburrimiento y que cada revolucionaria tiene su Belén o Beleno con su pelo de color de la cabeza a punto de sacarla de la planta y por eso la injusticia en el mundo. Marcelo tuvo una visión de Belén, dijo, en el alambrado y en lugar de avisarnos y disparar, se quedó callado y se metió en la quinta. Inexplicable. Mucho después, ya lo dije, se hizo milico. Ahora el que se queda callado soy yo. El gringo no le hizo nada, sólo le pegó unos sopapos.
Nosotros nos escondimos en el arroyo a comer las mandarinas y las naranjas recién robadas. Era invierno o verano, no llovía. Una tarde parecida nos íbamos a enterar que Belén se había caído de la motito y se había desnucado. Un accidente de lo más pelotudo, pero la gente aún hoy insiste en no usar casco.
Estas son las cosas que me acuerdo y las que no me acuerdo, ahora que estoy viejo y veo a las chicas jóvenes pasar camino del supermercado. Tanto pelo rubio.

Damian Ríos

Necesitamos un milagro

Una chica con un tatuaje
del Gauchito Gil en la espalda.
Mi novia le pregunta algunos secretos
para tener en cuenta,
para que los milagros se den.
Un viaje al santuario rural, una foto,
estampitas en el vidrio de un auto,
colgantes en el retrovisor.
Todas cosas que nunca suman nada,
pero al menos nos desvían de los
grandes problemas diarios. 
Manuel Podestá

 Manuel Podestá, es un poeta nacido en Gualeguay en 1984. Actualmente está radicado en Paraná y junto a amigos realizó el proyecto editorial Ese es otro que bien baila, que publicó varios titulos de manera independiente. Su poesía puede leerse en www.maravillasyhorrores.blogspot.com  

jueves, 15 de diciembre de 2011

¿Cómo olvidarse?


10 años del 19 y 20 de diciembre. Recuerdo haber ido el 19 a la casa de gobierno provincial y sólo encontrar una renoleta con una familia caceroleando. A la vuelta de mi casa, entre gente que pedía comida en el supermercado Abud, saldría una de las martires de la violencia de estado en democracia: Eloísa Paniagua, una nena del Maccarone, asesinada de un balazo policial en la cabeza tirado por la espalda mientras atravesaba el parque Berdu escapando - justamente- de la represión. ¿Cómo olvidarse? ¿Cómo no desconfiar para siempre del poder? ¿Cómo no quedarse con el "que se vayan todos" como mecanismo de defensa eterno?

Maxi Sanguinetti
15 de diciembre

Foro Juvenil de Seguí / Un 2011 abriendo una grieta.

El Foro Juvenil de Seguí comenzó su trabajo en Junio de este año. Paso a paso, se va abriendo una grieta para la participación politica, social y cultural de los jóvenes de una forma independiente.

Un grupo de chicos realizaron durante el 2010, un ciclo radial llamado "Pido la palabra". Como su nombre lo indicaba, el programa transmitido semana a semana por Puerto FM tenía la intención de dar voz a los jóvenes que pidieran la palabra. Se trataron así diversas problemáticas relacionadas a la realidad adolescente y local. Del espacio radial surgieron otras actividades como Murales, la realización de un ContraFestejo, entre otras cosas.
Las actividades del grupo los llevaron a plantear la cuestión de los espacios juveniles en Seguí, durante una reunión mantenida con el Intendente Treppo en Febrero de 2011. De aquella reunión nació el proyecto de Ordenanza presentado por el grupo. Meses despues el proyecto fue aprobado por Ordenanza Municipal de la Junta de Fomento de Seguí, creándose así el Foro Juvenil con un carácter independiente y plural.  
El Foro tuvo su primer reunión en Junio de este año. En dicha reunión se eligieron tres cargos (Coordinador, Tesorera y Secretaria) a fines organizativos. Desde entonces se vio como una problemática la falta de espacios independientes en Seguí. Este lugar en blanco y vacante, se vuelve aún mas potente en cuanto a de juventud se trata. Por eso, una de las primeras decisiones tomadas fue la de mantener distancia con el Municipio. 
Esto significó también mantener una independencia económica. Para lograrlo, el Foro realizó actividades como Venta de torta fritas, Bingos y Rifas. A través de la colaboración de las personas del pueblo en cada propuesta, se consiguió realizar las actividades sin pedir dinero. 

Actividades

-Se trabajó sobre la problemática medioambiental en Seguí, realizando una encuesta a la población. Allí se identificaban diversos problemas medioambientales en el pueblo, preguntando a su vez sobre las acciones que cada ciudadano estaría dispuesto a tomar en resguardo del medioambiente. Los resultados fueron difundidos a través de un boletin impreso por el Foro. A su vez, las propuestas de los vecinos fueron hechas llegar al Municipio.  Se hablaba entonces del medioambiente como las circunstancias a nuestro alrededor. En el caso de las problematicas medioambientales se decía "Estas son las circunstancias en que nos desarrollamos como seguienses. Sin embargo, tenemos que saber que estas circunstancias pueden y deben ser cambiadas si es esta nuestra voluntad".


-Desde el Foro, se tomaron perspectivas históricas y políticas. Se realizó una segunda edición del Contrafestejo en la plaza local en el mes de Octubre. Aquel mismo mes, el 15 de octubre el Foro Juvenil adhirió a la Manifestación global de los Indignados por un cambio, a través de actividades artísticas en la plaza local. Desde entonces, se toma la plaza como un punto público de trabajo y acción. Incluso se está pensando en futuras actividades en este lugar. 

-El 19 de noviembre se realizó la Tocata Libre, independiente y gratuita del Foro Juvenil. De la misma participaron bandas de la zona: La Colmena, Snail, Inconscientes Rock y Sección Urbana. La actividad fue realizada en el Predio del ex Ferrocaril. Esta fue realizada en el marco de la promoción de expresiones artisticas por parte de los jóvenes. 

-Este grupo ha trabajado durante el año en conjunto a Agmer, vinculado en la organización de charlas y participando de encuentros. Tomando incluso posturas en el debate pedagógico y político que el gremio supone. 

-El Foro, mantuvo reuniones con miembros de Cuidate másEste es un programa del Ministerio de Salud provincial creado este año para generar políticas relacionadas con la salud integral del adolescente. El Foro se reunió con su actual Referente Maia Casas, en una etapa anterior al lanzamiento del proyecto para aportar ideas y sugerencias. De igual manera, en Noviembre de este año el Foro fue invitado a un Encuentro de Adolescentes de carácter provincial organizado por este programa entre otros. 

Utópicos

En Octubre, nació Utópicos...La revista del Foro Juvenil que salió a la luz a partir del interés de personas de Agmer en el boletin antes realizado por el Foro. De esta manera, a través de sectores rojinegros del gremio se consiguió un auspicio que permitió emitir el primer número de la revista. Utópicos es una necesidad en Seguí, desde la falta de medios independientes y juveniles. Además, se piensan tocar temas políticos, sociales y pedagógicos aportando así a una Soberanía pedagógica.  Actualmente se está trabajando sobre el siguiente número, donde se tocará el tema de la Adolescencia y la Política. 

El Foro Juvenil cierra este año, como una etapa en que se ha encargado de tratar de romper ciertos esquemas prefijados sobre el joven, como sujeto, respecto a la Politica. En este sentido, quedan muchas cosas por hacer. Pero de lo que se trata es de dar un primer paso, generar pequeños cambios. Desde el lema Ni oficialistas ni opositores, tan sólo constructores este grupo seguirá tratando de crear una nueva opción de participación política constructiva dentro de Seguí. 

El apaciguamiento de las cosas

Todo está en calma.
Doy una última mirada al cuarto:
Si muriera esta noche
mínimas serían las dificultades que siguieran.
No hay nadie ya despierto
y he concluido la última anotación
de lo que haré mañana.
Todo está encarpetado,
no hay ningún ángulo que sobresalga.
Casi no hay objetos redondos.
Los piolines en su sitio
y los suicidas sonriendo tras los vidrios.
Este poema es lo único que da
la clave de la madeja:
“Los monstruos bien peinados por dentro”
Emma Barrandeguy, en "Las puertas" (1964)

Emma Barrandeguy, fue vista nacer por el Gualeguay entrerriano en 1914, tierra misma que 92 años después, en 2006, la vería irse. Logro que se la leyera con rareza, que sus obras dramatúrgicas fueran piezas únicas y extravagantes. Construyó desde la poesía un umbral de contextos, que nos pertenecen. Por eso, es bueno volver a Emma de vez en cuando, y quedarse un rato en sus palabras… Rescatamos en esta edición algunos de sus poemas.