“Mi tren es un gusano
amarillo y rojo”, pensó Irene. “Chucuchuf, chucu-chuf, chucu-chuf”.
La hilera de
cubitos se deslizaba sobre los mosaicos pulidos. La niña los empujaba de atrás
salpicando el piso con un poco de saliva cada vez que decía “chucu-chuf”.
Mamá no estaba. Tardaría en regresar trayendo su aromática bolsa
llena de frutas y verduras. Cuando volviese, Irene la saltaría clavaría los
dientes en el jugo abultado de las uvas. Entre tanto, armaba cosas con sus
cubitos amarillos y rojos, y hablaba con ellos mientras sentía el frío de los
mosaicos.
“Haré una torre inmensa como una víbora parada con la cola”.
Pero la idea le pareció un poco simple y decidió hacerle una
ventana en el medio, como si la víbora se hubiese tragado una uva de las que
traía mamá. Pero una uva del tamaño de una manzana.
Rojo, amarillo, rojo, amarillo, uno, dos, siete, ocho. Ahora,
cuidadosamente, una tablita plana en equilibrio. Sobre la tablita, un cubo en
cada extremo. Sobre los dos cubitos, otro uniéndolos y otra vez rojo, amarillo,
rojo, amarillo. La ventana estaba lista en el medio de la torre. Era así,
chiquita. Como para que se asomase una persona del tamaño del dedo pulgar de
Irene. La torrecita temblaba de miedo de romperse, pero se mantenía firme.
Justo cuando Irene colocaba con suavidad el último cubo se le
ocurrió la idea de mirar a través de la ventana.
Primero parpadeó tres veces. Luego, cinco; porque del otro lado
una cabra le sacó la lengua. Irene dio vueltas alrededor de la torre, pero sólo
veía mosaicos y los cubos que habían sobrado.
Se agachó nuevamente, espiando por el agujerito, y la cabra le
dijo: “¡Meee!”. Irene no sabía que pensar. Espió de nuevo. Había colinas azules
y muchísimos durazneros en flor. Las cabras blancas subían y bajaban por un
montañita de todos colores.
Detrás de la ventana Irene no veía nada. Solo su aburrido piso de
mosaicos. Delante de la ventana tampoco. Irene intentó pasar una pierna por el
agujero, pero la punta de su zapato era demasiado ancha. ¿Y sus piernas? ¿Y su
cintura? ¿Y su gran cabezota amarilla? No, no podría pasar, ni podría jugar con
las cabras en las hermosas colinas.
Metió un dedo y una cabrita se lo lamió. Irene lo retiró
asustada. Dio varias vueltas a su alrededor de su torre, pero no encontró nada
nuevo.
El vendedor de tortas, después de esperar largo rato que le
abrieran la puerta de calle, entró y le ofreció una riquísima masa cuadrada
cubierta de azúcar.
--No—le dijo Irene, apurada porque se fuera para poder seguir
mirando por la ventana de la torre.
--¿No?—preguntó el viejo--, siempre te gustaron, ¿por qué hoy no?
--Estoy ocupada. Tengo que mirar por la ventana de mi torre.
--¿De esa torre?
El índice color madera señalaba la finísima torre de Irene.
--Sí, es una torre muy rara. Tiene cabras y colinas azules
adentro. Me gusta más que tus tortas de azúcar.
--¿Puedo ver yo también?
El viejo dejó su canasto dulce en el suelo y de rodillas espió
por la ventanita.
--¡Ja ja!—rió--. Estas cabras son muy maleducadas.
--¿Dónde están? ¿Podrías decirme dónde están? Detrás de la torre
no hay nada, delante tampoco. Yo no puedo atravesar ese agujero.
--¡Humm…!—meditó el viejo, agachado frente a Irene. Su rostro
misterioso se mostraba preocupado--. ¿Probaste pasar por sobre la torre?
--¡Pero es muy alta!—se quejó Irene--. ¿No te parece que es la
torre más alta del mundo?
--Tal vez… Podrías voltearla al pasar por encima, pero no hay
otra solución. Sólo así llegarás a las colinas y a los durazneros.
Irene se tomó la pollera con la punta de los dedos. Con el
vértice de sus piernas rozó el último cubito. La finísima torre se estremeció,
como de frío, y quedó quieta nuevamente. Irene hizo un saludo al viejo y se
puso a saltar por las colinas azules mientras las cabras la miraban muy serias.
Era un verano tierno, de durazneros. Era un cielo liso como
dibujado en la arena por la palma de una mano. Eran unas briznas de lenguas
mojadas y allá, a lo lejos, enroscando humaredas desde las chimeneas, un grupo
de casitas.
En Pueblo Caperuzo todos tomaban el té con miel a las cinco de la
tarde. Aquella miel era como una buena palabra. Irene la extendió suavemente
sobre el pan blanco y la comió mientras oía cosas maravillosas.
Los caperuzos eran duendes cubiertos con enormes capuchas de
colores. Festejaron con pan y con miel la llegada de Irene.
--Nosotros defendemos —explicaron--, defendemos al que lo
necesita.
--¿A mí, cuando los chicos quieren pegarme?
--No, porque eso no es importante. Vos tenés fuerza para
defenderte sola e inteligencia para resolver tus problemas. Nosotros defendemos
otras cosas.
--¿Qué?—preguntó Irene, no muy conforme con los caperuzos.
--Defendemos a los negros, cuando los blancos los desprecian. Les
susurramos al oído: “Negro, negro, tu cuerpo es brillante como la piel de la
manzana, tu cuerpo es bueno y buena, tu cabeza. Tus manos son raíces que fuera
de la tierra morirán. Hay que enterrarlas, aquí, y crecer y transformar los
jugos del mundo para dar frutos. Negro, negro-así les decimos-, hay que
trabajar y aprender y enseñar hasta que cada brizna del campo reconozca tu buen
cuerpo brillante como una manzana”. Así les decimos. También el blanco nos oye.
Sentados en su hombro tintineamos sin cesar. El laberinto de su oreja es
tobogán para nosotros, para que podamos caer dentro de su cabeza clara.
“Blanco, blanco –le decimos-, que el fino papel que te envuelve no te
diferencie de otro hombre. El pan en que
hincas el diente es igual al del otro”.
Irene recordó a sus compañeros oscuros. Pedro, por ejemplo, el
hijo de la lavandera. Nunca le había contado que los caperuzos le hablaban al
oído. ¿Y ella? ¿Los había escuchado alguna vez? Sí, claro. Ahora recordaba.
Los duendes de colores la llevaron a las colinas azules. Colgaban
de los durazneros ligeros columpios, en los que Irene se hamacó riendo. La boca
se le llenaba de viento con sabor a té.
Subieron después a delicados botecitos pardos, hechos con
cáscaras de nueces y castañas. Meciéndose en el agua color membrillo, Irene
aprendió nuevas canciones de cuna.
El sol era un jugo lento sobre las colinas azules; Irene pasó
toda la tarde conociendo maravillas. Aprendió a hacer delicadas torres de
arena, a llamar a los peces rojos, a remontar barriletes desde los botecitos
pardos.
Cuando cayó la noche, las aguas color membrillo se pusieron más
intensas y un incendio de estrellas se volcó en la superficie de las colinas.
Las casitas seguían enroscando humaredas con sus chimeneas. Al
acercarse al pueblo dejaron atrás el claro garabato de los durazneros.
En una de las casitas, Irene tomó chocolate y después ayudo a
sacar las tazas a papá caperuzo. Este era tan alegre que la niña temía que
rompiese las hermosas tacitas y los platitos delicados.
--Siem-pre-la-vo-los-pla-tos-pa-ra-a-yu-dar-a-ma-má—cantó el papá
caperuzo bailotenado con el repasador blanco colgado del brazo. Mamá caperuza
sonreía mientras adornaba con azúcar unas hermosas tortas calientes.
Irene se sentía feliz allí. El olor a pan y a durazneros le
llenaba el cuerpo. Las casitas caperuzas eran pepitas de luz suspendidas entre
las colinas. Cuando regresara a casa le diría a mamá que tratasen de vivir como
los caperuzos; así de contentos, por lo menos. Le diría a papá que de vez en
cuando sacasen entre los dos los platos, hiciesen tortas morenas cubiertas de
azúcar y echasen a mamá de la cocina, para luego darle una sorpresa. ¡Tenía
tantos papeles en su portafolios, papá! ¡Y hablaba siempre de cosas tan serias!
Así no podían estar contentos. Papá estaba muy poco en casa.
Irene cantó una alegre canción con los caperuzos y luego pensó
que debía regresar.
Un pequeñito apilaba cubos dorados. Al mirar por la ventana de la
torre, Irene vio a mamá que la buscaba por la casa. Sus aromáticas bolsas de
frutas y verduras estaban en el piso, junto a los cubitos amarillos y rojos.
Se levantó la pollera y el vértice de sus piernas rozó apenas la
torre dorada. Con los dedos en manojo arrojó un beso para los caperuzos y
corrió a morder el jugo de las abultadas uvas de mamá. Estaba segura de que, si
se lo proponía, su casa sería muy pronto una casa de caperuzos.
1966-Laura Devetach.