viernes, 6 de diciembre de 2013

La torre de los cubos / Laura Devetach

“Mi tren es un gusano amarillo y rojo”, pensó Irene. “Chucuchuf, chucu-chuf, chucu-chuf”.
    La hilera de cubitos se deslizaba sobre los mosaicos pulidos. La niña los empujaba de atrás salpicando el piso con un poco de saliva cada vez que decía “chucu-chuf”.
    Mamá no estaba. Tardaría en regresar trayendo su aromática bolsa llena de frutas y verduras. Cuando volviese, Irene la saltaría clavaría los dientes en el jugo abultado de las uvas. Entre tanto, armaba cosas con sus cubitos amarillos y rojos, y hablaba con ellos mientras sentía el frío de los mosaicos.
    “Haré una torre inmensa como una víbora parada con la cola”.
    Pero la idea le pareció un poco simple y decidió hacerle una ventana en el medio, como si la víbora se hubiese tragado una uva de las que traía mamá. Pero una uva del tamaño de una manzana.
    Rojo, amarillo, rojo, amarillo, uno, dos, siete, ocho. Ahora, cuidadosamente, una tablita plana en equilibrio. Sobre la tablita, un cubo en cada extremo. Sobre los dos cubitos, otro uniéndolos y otra vez rojo, amarillo, rojo, amarillo. La ventana estaba lista en el medio de la torre. Era así, chiquita. Como para que se asomase una persona del tamaño del dedo pulgar de Irene. La torrecita temblaba de miedo de romperse, pero se mantenía firme.
    Justo cuando Irene colocaba con suavidad el último cubo se le ocurrió la idea de mirar a través de la ventana.



    Primero parpadeó tres veces. Luego, cinco; porque del otro lado una cabra le sacó la lengua. Irene dio vueltas alrededor de la torre, pero sólo veía mosaicos y los cubos que habían sobrado.
    Se agachó nuevamente, espiando por el agujerito, y la cabra le dijo: “¡Meee!”. Irene no sabía que pensar. Espió de nuevo. Había colinas azules y muchísimos durazneros en flor. Las cabras blancas subían y bajaban por un montañita de todos colores.
    Detrás de la ventana Irene no veía nada. Solo su aburrido piso de mosaicos. Delante de la ventana tampoco. Irene intentó pasar una pierna por el agujero, pero la punta de su zapato era demasiado ancha. ¿Y sus piernas? ¿Y su cintura? ¿Y su gran cabezota amarilla? No, no podría pasar, ni podría jugar con las cabras en las hermosas colinas.
    Metió un dedo y una cabrita se lo lamió. Irene lo retiró asustada. Dio varias vueltas a su alrededor de su torre, pero no encontró nada nuevo.
    El vendedor de tortas, después de esperar largo rato que le abrieran la puerta de calle, entró y le ofreció una riquísima masa cuadrada cubierta de azúcar.
    --No—le dijo Irene, apurada porque se fuera para poder seguir mirando por la ventana de la torre.
    --¿No?—preguntó el viejo--, siempre te gustaron, ¿por qué hoy no?
    --Estoy ocupada. Tengo que mirar por la ventana de mi torre.
    --¿De esa torre?
    El índice color madera señalaba la finísima torre de Irene.
    --Sí, es una torre muy rara. Tiene cabras y colinas azules adentro. Me gusta más que tus tortas de azúcar.
    --¿Puedo ver yo también?
    El viejo dejó su canasto dulce en el suelo y de rodillas espió por la ventanita.
    --¡Ja ja!—rió--. Estas cabras son muy maleducadas.
    --¿Dónde están? ¿Podrías decirme dónde están? Detrás de la torre no hay nada, delante tampoco. Yo no puedo atravesar ese agujero.
    --¡Humm…!—meditó el viejo, agachado frente a Irene. Su rostro misterioso se mostraba preocupado--. ¿Probaste pasar por sobre la torre?
    --¡Pero es muy alta!—se quejó Irene--. ¿No te parece que es la torre más alta del mundo?
    --Tal vez… Podrías voltearla al pasar por encima, pero no hay otra solución. Sólo así llegarás a las colinas y a los durazneros.
    Irene se tomó la pollera con la punta de los dedos. Con el vértice de sus piernas rozó el último cubito. La finísima torre se estremeció, como de frío, y quedó quieta nuevamente. Irene hizo un saludo al viejo y se puso a saltar por las colinas azules mientras las cabras la miraban muy serias.

    Era un verano tierno, de durazneros. Era un cielo liso como dibujado en la arena por la palma de una mano. Eran unas briznas de lenguas mojadas y allá, a lo lejos, enroscando humaredas desde las chimeneas, un grupo de casitas.
    En Pueblo Caperuzo todos tomaban el té con miel a las cinco de la tarde. Aquella miel era como una buena palabra. Irene la extendió suavemente sobre el pan blanco y la comió mientras oía cosas maravillosas.
    Los caperuzos eran duendes cubiertos con enormes capuchas de colores. Festejaron con pan y con miel la llegada de Irene.
    --Nosotros defendemos —explicaron--, defendemos al que lo necesita.
    --¿A mí, cuando los chicos quieren pegarme?
    --No, porque eso no es importante. Vos tenés fuerza para defenderte sola e inteligencia para resolver tus problemas. Nosotros defendemos otras cosas.
    --¿Qué?—preguntó Irene, no muy conforme con los caperuzos.
    --Defendemos a los negros, cuando los blancos los desprecian. Les susurramos al oído: “Negro, negro, tu cuerpo es brillante como la piel de la manzana, tu cuerpo es bueno y buena, tu cabeza. Tus manos son raíces que fuera de la tierra morirán. Hay que enterrarlas, aquí, y crecer y transformar los jugos del mundo para dar frutos. Negro, negro-así les decimos-, hay que trabajar y aprender y enseñar hasta que cada brizna del campo reconozca tu buen cuerpo brillante como una manzana”. Así les decimos. También el blanco nos oye. Sentados en su hombro tintineamos sin cesar. El laberinto de su oreja es tobogán para nosotros, para que podamos caer dentro de su cabeza clara. “Blanco, blanco –le decimos-, que el fino papel que te envuelve no te diferencie de otro hombre. El pan en que hincas el diente es igual al del otro”.
    Irene recordó a sus compañeros oscuros. Pedro, por ejemplo, el hijo de la lavandera. Nunca le había contado que los caperuzos le hablaban al oído. ¿Y ella? ¿Los había escuchado alguna vez? Sí, claro. Ahora recordaba.
    Los duendes de colores la llevaron a las colinas azules. Colgaban de los durazneros ligeros columpios, en los que Irene se hamacó riendo. La boca se le llenaba de viento con sabor a té.
    Subieron después a delicados botecitos pardos, hechos con cáscaras de nueces y castañas. Meciéndose en el agua color membrillo, Irene aprendió nuevas canciones de cuna.
    El sol era un jugo lento sobre las colinas azules; Irene pasó toda la tarde conociendo maravillas. Aprendió a hacer delicadas torres de arena, a llamar a los peces rojos, a remontar barriletes desde los botecitos pardos.
    Cuando cayó la noche, las aguas color membrillo se pusieron más intensas y un incendio de estrellas se volcó en la superficie de las colinas.
    Las casitas seguían enroscando humaredas con sus chimeneas. Al acercarse al pueblo dejaron atrás el claro garabato de los durazneros.
    En una de las casitas, Irene tomó chocolate y después ayudo a sacar las tazas a papá caperuzo. Este era tan alegre que la niña temía que rompiese las hermosas tacitas y los platitos delicados.
    --Siem-pre-la-vo-los-pla-tos-pa-ra-a-yu-dar-a-ma-má—cantó el papá caperuzo bailotenado con el repasador blanco colgado del brazo. Mamá caperuza sonreía mientras adornaba con azúcar unas hermosas tortas calientes.
    Irene se sentía feliz allí. El olor a pan y a durazneros le llenaba el cuerpo. Las casitas caperuzas eran pepitas de luz suspendidas entre las colinas. Cuando regresara a casa le diría a mamá que tratasen de vivir como los caperuzos; así de contentos, por lo menos. Le diría a papá que de vez en cuando sacasen entre los dos los platos, hiciesen tortas morenas cubiertas de azúcar y echasen a mamá de la cocina, para luego darle una sorpresa. ¡Tenía tantos papeles en su portafolios, papá! ¡Y hablaba siempre de cosas tan serias! Así no podían estar contentos. Papá estaba muy poco en casa.
    Irene cantó una alegre canción con los caperuzos y luego pensó que debía regresar.
    Un pequeñito apilaba cubos dorados. Al mirar por la ventana de la torre, Irene vio a mamá que la buscaba por la casa. Sus aromáticas bolsas de frutas y verduras estaban en el piso, junto a los cubitos amarillos y rojos.
    Se levantó la pollera y el vértice de sus piernas rozó apenas la torre dorada. Con los dedos en manojo arrojó un beso para los caperuzos y corrió a morder el jugo de las abultadas uvas de mamá. Estaba segura de que, si se lo proponía, su casa sería muy pronto una casa de caperuzos.

                         1966-Laura Devetach.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Escenas de mediación de lectura

Taller sobre Mediación de lectura
Biblioteca Provincial de Entre Ríos
22/Noviembre de 2013


Hace un tiempo, cuando debía escribir sobre las experiencias de mediación llevadas a cabo en Barriletes, dije que eran momentos en que se había entrado y salido de otros mundos. Si me disculpan, quiero volver sobre ese párrafo y ovillarme en mis propias palabras, para luego sí convocar a otras. Decía, entonces:

Hay momentos que parecen estar hechos de agua. O de viento. No lo sabemos exactamente. La única certeza que tenemos mientras los vivimos es que no parecen estar hechos de la misma materia que parece estarlo el resto del tiempo, del mundo. 
A veces, los lunes a la tarde, cuando con Milena nos hemos encontrado con los chicos, eso parece suceder. Momentos de ese tipo. Y luego, camino a casa, en los colectivos, en las garitas, o caminando bajo un silencio cómplice nos moviliza la certeza de que hemos entrado y salido de otro mundo.[1]

¿Por qué esa insistencia en la mediación como acto de salto, de tráfico, de ingreso en otro mundo? Le pregunto eso a mi escritura, a la forma en que escribimos, en que leemos las experiencias que hemos vivido. Las formas que alcanzamos a encontrar para nombrar lo que nos sucede.  
Retomando –y amasando- la metáfora gelmaniana que inauguró estos encuentros, nos vemos obligados a pensar nuestra práctica como viaje. Ese viaje hacia el poema deja, necesariamente, huellas. La búsqueda minuciosa de esas huellas hacen a este momento particular del taller.
En ese sentido, este apunte tendrá la particularidad de centrarse en experiencias –en escenas- de mediación. Llamamos a estas “escenas” en la medida que implican un escenario y una presencia allí. Estas escenas provienen del recuerdo de mediadoras del equipo y propondremos líneas de reflexión a partir de ellas.
De esta manera, queremos completar la experiencia vivida este viernes. Experiencia en la cual leímos y escuchamos textos. A su vez, acompañamos este aporte de un texto que nos continúa pareciendo clave para pensar la figura del mediador de lectura: La cuarta jornada de Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura (1999) de Michèle Petit. Libro sobre el cual volvemos en esta ocasión.





La gran ocasión

La primer voz que buscaré en mi ayuda es la de Milena. La voz de Mile está cerca, siempre. Una voz cotidiana, y por ello con hermosura de pájaro que no sabe que es pájaro. Milena tiene 19 años, estudia Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la UNL. Le gustan mucho las novelas de Puig y de Milan Kundera-ya no sé cuántas ha leído este año. Amigos por el viento, con Mile comenzamos este año el taller barriletero con los niños de Villa Mabel. Su sonrisa y sentido de la justicia bastan para olvidar las penas del mundo.
Le pedí que contara, para estas hojas, algunas escenas de mediación que haya vivido. Ella nos las comparte como quien corta el pan:

No sé por qué elijo estas experiencias, tal vez porque fueron de esas que parecen de algodón, y hacen cosquillitas al corazón. Porque me hicieron reflexionar sobre la tarea del mediador, y me mostraron que es posible edificar esos puentes con el otro, para saltar juntos al charco y habitar, por el rato que se quiera, esa frontera indómita.
La primera es del año pasado, mientras compartía el taller con los chicos del barrio “La boca” en Santa Fe. Ese jueves a la tarde, habíamos tomado del cajón de los juguetes a la palabra “disparate”. Leímos el Poema al tomate  de Elsa Bornenman y luego hicimos un cadáver, exquisito por supuesto. Mientras lo hacíamos tomábamos tereré y los chicos me mostraban su aula, cuya puerta del fondo, nos dejaba ver directamente al río. Ahí en la orillita leímos nuestro texto colectivo. Y después, me fui a esperar el primer cole de vuelta. Cuando estaba esperando que llegue el 13, el segundo cole de la combinación, Iara, una de las nenas que estuvo en el taller, viene corriendo a entregarme una hoja con una historia, que escribió en su casa, y ahora me quería regalar.
Después, nos subimos al cole y durante el camino, mirando a un lado el río chocolate, jugábamos a inventar rimas, como la de aquel disparate en donde se mató un tomate.
Ese día nos escondimos debajo de la silla, para hacerle compañía a princesa lechuga y la rana. 

Ella era la princesa lechuga, siempre despeinada
y nunca estaba lavada.
En una silla doblada,
caminaba sentada
con una rana
en una gran rama
con muchísimas hojas.
Miraba asustada y se escondió debajo de la almuadaa
asustada corría y se escondió debajo de la silla.
La rana asustada también se escondió debajo de la silla.
Para evitar el miedo.
Se escondió por el miedo a la oscuridad y a las sombras.
La rana y la princesa se escondieron bajo la silla
para contar historias y ija! ija!

(Cadáver exquisito de los chicos del taller en la escuela N° 18 de “La boca”)

Tiempo de algodón. Graciela Montes insiste con sencillez y dulzura en que el tiempo leído es más tiempo: “se me hace que esos momentos fueron muy largos”[2]. Supongo –esto debemos preguntárselo a Mile, conocedora de los tiempos de algodón- que un momento algodonoso debe ser más lento. Y el espacio se debe ensanchar como cuando, antes de lavarnos una herida, estiramos el algodón.
Como bien nos señala Mile, no se puede vivir momentos de algodón sin cosquillas. Y fíjense, miren bien, qué dulce forma de invitarnos al cambio. No es desde la necesidad de movilizarnos, marchar, o incluso decir luchar que se nos invita al movimiento. Se nos invita a movernos desde las cosquillas. A que el cosquilleo mismo sea el que nos haga ir hacia otro sitio, cambiar de silla, caernos de la cama. Evidentemente, las experiencias, el hacer, define en cierta medida la forma de pensar política de quien luego reflexiona sobre ello.
Ahora bien, vayamos más adentro. Si vemos la escena nos podemos dar cuenta la superposición de márgenes que en ella se dan. Por un lado, el periférico barrio santafesino de La Boca. Situado después de Alto Verde, y a la vera del río. La mediadora ha visto la necesidad de moverse de su sitio para desde allí pensarse un cuerpo y unas prácticas otras. A su vez, esa forma de ocupar la escuela luego de la escuela, encima otra forma de la marginalidad de la tarea. Ahí estamos en presencia de una grieta.
Y en la grieta textos. Llevar textos allí. Como quien construye un jardín.  Textos. Nunca nos olvidemos de los textos. El Poema del tomate en este primer recuerdo, y Dailan Kifki en este recuerdo que sigue, protagonizan parte de la escena. Los textos importan. No da lo mismo que esa novela haya sido Dailan Kifki que alguna versión de Elige tu propia aventura. Hay que “codiciar el texto”. Ingresar a el debe ser, en algún momento, difícil. Hay que, necesariamente, viajar.
Que las palabras de Mile nos sigan haciendo ruido:

La segunda habla un poco de lo que dijimos el jueves. De que no debemos llevar y leer un texto que no hayas leído antes, que no te haya hecho alguna cosquillita. Y justamente, estábamos en la Escuela Hogar, con los chicos de quinto, haciendo un poema colectivo.  Mientras algunos anotaban palabras en un gran afiche, y jugaban con ellas, yo agarré a Dailan Kifki. Ese librito, desde que leímos unos capítulos con Kevin, me provocó algo. Lo recuerdo cada vez que veo un malvón.
Me senté al lado de una de las chicas que me preguntó que podía dibujar. Yo le dije que tal vez acá encontrábamos algo. Así que empecé a leer. Y juntas reímos imaginando lo difícil que debe haber sido para esa nena, adoptar un elefante de mascota y de la ternura con que Dailan Kifki recostaba con su trompa a la tía desmayada. Esa fue una gran ocasión, en dónde juntas escuchamos lo que ese gran otro mundo tenía para contarnos.

Dar de leer

Quiero contar momentos de gracia que hemos pasado en la Casa del Adolescente… El primero que se me viene a la cabeza es cuando leímos “Carta a una señorita en París” de Cortázar. Los chicos conocen esa obsesión que tengo por este autor y no podía quedar afuera de la mediación. Estábamos casi todos en el comedor. Un banquito habíamos puesto en la pared, debajo de la ventana, Víctor estaba sentado de un lado y Cristian del otro, los dos mirando como hipnotizados el libro y atentos a que no se escapase ningún conejito. Pedro, Martín, Santiago y Jonatán estaban sentados en la mesa. Mientras iba contando el relato, algunos se iban y volvían. Pero siempre llegaban en el momento exacto cuando algún dibujo se pintaba con la mano en el aire. Las palabras flotaban. Las risas y los asombros eran continuos y no faltaba momento para que salte uno diciendo: “está re fumado”. No podían creer que el tipo vomitase conejos y los metiese en el ropero para que no se escapen.
       Después de terminado el cuento, ya como una especie de ritual, me saca el libro de las manos al que más le interesó y se lo lleva como si fuera un bichito raro para analizar., lo pone sobre la mesa, casi que pega la cara contra el libro y lo husmea de adelante para atrás, de atrás para delante, de arriba abajo, y de abajo arriba.


Quien ha hablado es Sofía. Estudia Letras como Mile, y hace un tiempo le obsesiona pensar la escritura dentro de contextos de encierro. Su taller se realiza los sábados por la tarde en la Casa del adolescente. Sofía tiene en su casa un duende, es buena escuchando en las madrugadas y siempre hay al borde de su mesa, y de su oído, un poco de café con leche.
Y le obsesiona Cortázar. ¿Está bien llevar las propias obsesiones al taller? ¿Es justo?
Entre nos, hice trampa. Son preguntas que no tienen respuesta necesariamente... O son preguntas que no son justas porque parten de supuestos que, quizás, quizás, no sean del todo justos ellos. Los he escrito en todo caso para incomodar. Y la incomodidad de ellos se las dejo a ustedes.
Viremos la mirada en el recuerdo. Pensemos en esa mediadora que sigue contando aunque vayan y vengan. Que en ese ruido continúa agregando su voz. Eso es una mediadora segura. Pensemos en ese chico que se lleva el libro. A él se le ha dado de leer.


Otro momento de gracia, que fue uno de los primeros en este año, cuando arrancábamos con el taller. Estábamos Jonatán, Fernando, Víctor, Agustín y yo. No había más chicos en la casa. Fuimos al patio, (en ese entonces nos dejaban salir porque éramos poquitos) y nos sentamos sobre la mesa gigante de cemento entre medio de los árboles de tipa. Había llevado a Paco Urondo con un poema que se llama “La verdad es la única realidad”, no tenía el libro ni lo tengo, pero con una hojita ese día tumbamos los muros y pudimos ir más allá de las rejas. Lo mejor es que no necesitamos serrucho alguno. Mientras lo iba leyendo, en un momento los chicos se habían incomodado mucho y luego de terminado el poema me Jonatán me dijo: “acá adentro no se puede ser feliz, nadie es feliz cuando está encerrado”. Ese día las risas no florecieron, pero sí fue un momento en el cual el silencio y las caras pensativas de los chicos calaban el aire. Después de eso, Fernando se alejó y empezó a escribir, Jonatán se fue, Víctor miraba hacia el vacío y Agustín se llenó de preguntas.



Hospitalidad

            Qué regalarle a alguien que viaje. Qué darle a alguien que impulsamos nosotros a un viaje hacia el poema. La única respuesta que, desde este equipo hemos hayado es la hospitalidad. Para ese Agustín lleno de preguntas, un libro, un oído, una palabra toda redonda como la palabra mundo. O la palabra pan. O aún mejor, toda llena de cabriolas como la palabra amapola, o toda puntiaguda y acuosa como lirio.
            La hospitalidad de cada uno de nosotros en cada encuentro con los textos y con el otro será la hospitalidad de la palabra. La hospitalidad del mediador es la hospitalidad del libro. Solo cuando nosotros hemos escuchado, el poema puede escuchar(se). Nosotros somos el primer texto a leer.
Sí. Esa es una responsabilidad. Pero la vamos a tomar como la responsabilidad que tenemos al hornear una torta. Una responsabilidad con la hermosa de lo que estamos tratando de hacer. La responsabiliad de parecernos a la palabra amapola para decir amapola.
Construir, tejer, armar hospitalidades. Como esta que Sofía nos cuenta y con la cual callamos por hoy:

El último momento que quiero contar, se produjo hace poco, unas semanas atrás, cuando leímos con los Sebastián, Víctor, Cristian y Esteban “El último piso” de de Santis. Estábamos en el cuartito que pudimos conquistar en la casa para nuestro taller. Es como una especie de refugio en la casa.         
     Volviendo al tema de la lectura, este microrelato lo leímos entre todos y lo releímos. Creo que ese acto de releer a los chicos les encanta, y descubren un poquito más que la primera leída. Después de leerlo fue lo más significativo.  Esteban se fue, pero quedamos el resto alrededor de un escritorio que funciona como mesa, de un lado Victor y Esteban sentados en un banco de plaza y del otro lado, Cristian y yo en un banco que sacamos del comedor. Comenzamos a escribir y a dibujar un recuerdo para regalarle al señor ascensorista. Entre mates, lapiceras y hojas, parecíamos cuatro amigos de toda una vida, riéndonos sólo por el hecho de estar en comunión alrededor de ese escritorio-mesa. Ese día había llovido y el agua había entrado en la piecita, un poco de frío hacía; pero ese momento creo que fue uno de los mejores que hubo en el taller.

Kevin Jones / Equipo de Mediación de lectura


[1] El taller literario como espacio poético. Revista Barriletes. Septiembre 2013. Versión digital en http://www.barriletes.org.ar/2013/09/27/el-taller-como-espacio-poetico/
[2] En “Scherezada o la construcción de la libertad. La frontera indómita. En torno a la construcción y defensa del espacio poético. 1ª edición. Fondo de cultura económica. México:2001 p.20

martes, 3 de diciembre de 2013

Políticas masturbatorias.


Vivir hoy como nos gustaría vivir mañana.

Hablar de la masturbación. Masturbar la masturbación.
No es solamente para provocar que quiera comenzar hablando de la masturbación. Invoco su figura, o el contorno de su nombre, para arriar con ella hasta este texto todas las prohibiciones y sentidos que se superponen dentro de su signo.
¿Será por su celebración del yo que hablar de la masturbación nos causa tanta pena? Quizás lo provocativo, porno y audaz de la masturbación como práctica sea su capacidad de reconocernos egoístas, capaces de quedarnos a solas por nuestro deseo. Se supone que el sujeto que se masturba debe alcanzar una soledad simbólica lo suficientemente fuerte para concentrarse en su deseo y acabar lo que ha empezado.
Traigo sobre la mesa a la masturbación para hallar nuevas figuras, imágenes diferentes que me permitan hablar de una política diferente. Una política en construcción, que actualmente podemos palpar y visitar en cada una de nuestras acciones que se han ido repitiendo a lo largo de este tiempo, fines de 2013.
Querré proponer en los siguientes párrafos la necesidad de políticas masturbatorias y de la orgía, invocando nuevas formas para nuevos paradigmas políticos. Quiero, más bien necesito, otros discursos alrededor de la politicidad de nuestras prácticas. Por ello, las filio con prácticas sexuales mal vistas. Prácticas sexuales en fuga, que de alguna u otra manera escapan al esquema binario sobre el que se funda el heterocapitalismo y que hemos visto pasarse, sin mayores maquillajes, a un homocapitalismo cada día más avergonzante.

Nuevos cimientos para la orgía
Las acciones que realizamos, la realizamos en grupo. Estar juntos, hacer juntos, afecta a nuestros cuerpos de una forma alegre. Una vez que se ha entrado en orgía, difícilmente se salga de ella.
Confiamos en la memoria que nuestros cuerpos poseen de la acción conjunta. Ella nos mantendrá unidos en el hacer que nos ha encontrado. No nos convocamos, no llamamos a la acción: nos encontramos en el hacer. Y defendemos, éticamente, ese encuentro como el único verdadero y políticamente útil.
Ahora bien, desde hace un tiempo, diferentes conversaciones y búsquedas nos han inscripto en la necesidad de nuevos paradigmas (o formas) políticas desde las cuales movernos, vehiculizar, pensar, leer y escribir nuestro hacer. Esta necesidad nos ha interrogado obsesivamente estas últimas semanas y nos ha vuelto sensibles a las formas en que se inscriben  paradigmas políticos otros que  entran en tensión con nuestro pensamiento en construcción.
Este texto trata de tejerse en esa discusión. Suponiendo que las ideas se traman en textos, que tratan de archivar ideas posibles de perdida.
De manera que, lo que trataré de exponer en los siguientes párrafos son algunos de los puntos que comienzan a iluminarse en la cartografía de este hacer y sobre el cual nos ha sido inevitable, en las madrugadas de café, los almuerzos, las esperas de los colectivos y los bordes de los talleres en que participamos, volver. En un regreso critico que intenta ser un ejercicio de lectura del acontecimiento.
Los puntos luminosos sobre los que intentaré volver aquí son acciones que subyacen a nuestro hacer: Desear, Archivar, Fugar, Afectar y Entrar en poesía.
Revisitados ahora desde lo que llamaré un nuevo cimiento para la práctica en orgía que ya llevamos a cabo.  Me valgo de un supuesto: no puede haber ingreso en la orgía del yo si ese yo no ha accedido antes a la masturbación. Mientras que no ha violado el esquema binario de la acción sexual-política, no habrá forma de que ese sujeto entre en orgía. De manera que hay que reforzar los cimientos de nuestra lujuriosa orgía, a partir de las políticas masturbatorias. Esto es, la celebración de la presencia del yo en las prácticas.
Abundaré en infinitivos. Que no quepan dudas. Esto es nuestro plan de acciones. Esta es nuestra forma de tomar las armas.



Desear. Empecemos por aquí. Ludditas Sexxxuales define al deseo como la acción de “posibilitar los instrumentos para relaciones polimorfas, variadas, sin programa, sin necesidad ni apuro. El futuro no está escrito: Ser amigas, hacer cosas por qué sí, por la pura pérdida, oponerse a la dialéctica hegeliana de la dignidad del trabajo y de la creación de un sujeto revolucionario.”
Esta acción-de-desear quizás sea la que mayormente se acomode a nuestro hacer.  Escapar a las formas predeterminadas de la amistad, el compañerismo académico y el vínculo militante. Desecharlos. Tirarlos a la basura. Crear nuevas formas. Invadir de maneras polimorfas nuestras relaciones. Para ello necesitamos juntarnos a leer a Sartre, al mismo tiempo que podemos juntarnos a hacer un mural. No quedarnos quietos en ninguno de los papeles. Movernos de ellos. Regresar al hacer porque sí. Crear libros en máquina de escribir solo porque nos gusta. Decorar nuestras casas subrayando lo especiales que somos. Reconocernos especiales. Creérnosla.
Solo escapando de la dinámica de la utilidad podemos atacar al capitalismo inscripto en nuestras propias maneras de pensar.
Masturbarse rompe con el negocio de los cuerpos. No hay cuerpo a concebir, y la producción de la carne se ve dañada en su pérdida de materia prima.
Así, ya en nuestra orgía podemos ser ‘amigas porque sí’. Ese es el primer paso de nuestra tarea de desmontaje.
Pero sí desear es una actividad de posibilitación y horadación, entonces debemos hacer que nuestro deseo nos mueva a generar vínculos. Pedir números de teléfonos, agregar a Facebook, hablar, relacionarnos.  Trabajar con quien deseamos trabajar.

Fugar. El siguiente paso con nuestros cuerpos es entrar en fuga.
Fugar en un sentido social. No importarnos el pensamiento de los medios masivos. Cagarnos en la existencia de medios masivos. No leerlos. No verlos. Fugar nuestro pensamiento de su existencia y vivir hoy en el mundo que queremos. Adaptar a nuestros cuerpos a ese mundo que queremos y vivirlo. Olvidar quien es preside la nación, la provincia, la ciudad. Borrar las fronteras de esos estratos.
Migrar los relatos sobre la vida a los libros que estamos leyendo. A la literatura. A lo que nos cuentan al llegar a Barriletes. A lo que la vecina nos dice que ha pasado. Tomar acciones en esos relatos, y no en otros.
Y más que nada, fugar nuestros cuerpos leyendo literatura. Hacer que este mundo tenga la misma estatura imaginaria de todos ellos. Restarle importancia, para sumar importancia al jardín que estamos construyendo. Hacer un jardín.
Y desde ese nuevo territorio afectar al otro. Provocar su permanente deseo, su permanente puesta en fuga. Tocarlo. Abrazarnos. Regalarnos poesía. Que preguntarnos cómo estamos importe más que militar. Que militar sea preocuparse por el otro. Afectar uno a otro, una y otra vez.

Solo con nuestros cuerpos predispuestos de esa manera podemos entrar en poesía. Este es el punto más importante. Solo entonces habremos alcanzado a estar en otro sitio y comenzar la tarea de migrar toda nuestra vida a ese lugar.
Solo cuando hemos entrado en poesía comienza nuestro hacer.
Y una vez comenzado ese hacer comienza nuestra práctica de archivo. Archivemos. Escribamos nuestras prácticas. Publiquémoslas en blogs. En revistas. En trabajos de la facultad. Hagamos muchos papeles. Saquemos fotocopias. Hagamos libros. Creemos memoria de lo que hacemos. Las cosas pueden olvidarse. El olvido existe. Por eso, archivemos.
Este es un papel de archivo. Donde hay opresión hay una guerra. Esta es nuestra toma de armas. Este es mi deseo de archivar esa toma de armas.



domingo, 17 de noviembre de 2013

Otras cartografías de la lectura

Recuerdo que dicen que el tiempo para leer, como el tiempo para amar, hay que robárselo a la vida

Una docente durante un Taller alrededor de situaciones de lectura.

Recogido por Laura Devetach en Palabras para Scherezadas.


1

Traigo aquí una serie de preguntas, inquietudes y visiones que se han sucedido en estos últimos dos meses desde una micro acción barriletera. Desde fines de agosto, la Biblioteca Esos otros mundos de esta institución ofrece  un Taller/Espacio poético abierto al público de forma semanal –los días Martes a las 17,30hs. Este encuentro, en tanto que tal, moviliza y tensa cuestiones alrededor de una Biblioteca. ¿Qué concepto de lectura debemos comunitariamente elaborar desde este espacio? ¿Cómo somos coherentes con ese concepto? ¿Qué hace la lectura con nuestros niños, los que vemos en esta casa cada semana? Qué pasa cuando alguien de repente abre un libro y lee algo así como este poema de Edith Vera…

Una vez que se ha pronunciado
la palabra amapola
hay que dejar pasar algo de tiempo
para que se recompongan
el aire
y nuestro corazón.

Esas preguntas han recorrido parte de los textos que he publicado este año aquí. Porque, como siempre afirmamos, esta revista se escribe en la praxis –en el hacer- que nos reúne y convoca cotidianamente alrededor de Barriletes.
Una versión más breve de este texto fue publica en Septiembre de este año en la revista digital Río Bravo. Me pareció necesario regresar sobre esos apuntes, ampliarlos, cuestionarlos o reafirmarlos. Y también, ponerlos aquí sobre la mesa de lo que hacemos y lo que resta por hacer.
Nuevamente, las hojas de Barriletes se me antojan un cuaderno de notas. Público y sin muchas fronteras. Desbordante quizás. No porque lo que se diga en ellas sea de mucha lucidez. Sino porque los temas se conjugan entre sí y, como en todo cuaderno de notas, van más allá de sí.

2
La reunión es diminuta. Tres, o cuatro personas, alrededor de un par de hojas. Los grupos de lectura suelen ser de esta forma. Y los encuentros que se suceden en Barriletes cada semana no escapan a ello. Desde hace un tiempo nos estamos reuniendo aquí para leer algunos autores, y jugar con sus textos. El encuentro se produce cada martes, a esos de las cinco y media y se extiende unos momentos en la tarde. 

Una de esas tardes, una mujer habla sobre sus experiencias con la literatura. “Y, antes, no se podía, ¿viste?”, me dice en primer lugar. Se excusa automáticamente. Y deja supuesto ese no poder, ese “no se podía”. (¿Antes no se podía leer? ¿Cuál es ese indefinido pasado? ¿Ahora podemos?). “Entonces en tercer grado tuve que dejar la escuela. Había que trabajar. La vida antes, en el campo, era
así.”, señala con esas u otras palabras similares. Y enseguida se asocian en su relato la escuela y los permisos de la lectura, los lugares donde se puede –o se debe- leer. “Así que yo”, me dice, y lo repite al yo, como buscándose, “yo no tuve mucho de esto”. Y de nuevo lo indefinido. Esto, aparentemente, es la lectura de unos relatos que acabamos de hacer. La mujer se queda en silencio. Es lo que llamaríamos una mujer grande, de esas cuya voz parece venir de más lejos. Encuentra de nuevo su relato, parece que el silencio ha sido necesario para dar paso a la confesión: “Pero” –y ese pero se esfuerza en quebrar la hegemonía de todo lo que ha dicho antes, de su dejar la escuela, de su tener que trabajar…- “cuando había luna y yo tenía muchas ansias de leer, me ponía en la ventana. Luz de luna, porque velas había pocas y eran caras. Entonces yo me ponía en la ventana y buscaba palabras en el Diccionario, y leía sus significados. De ahí o de la Biblia otras veces. Eran los únicos libros que había.”


3

De la Biblioteca Popular Caminantes de Paraná saqué hace un tiempo Estela en el monte, una novela de Sergio Delgado. Los lectores podemos relacionar ese título con una cierta “estela” que dejan las cosas a su paso: Los indios en el monte, perseguidos por una serie de colonos; los colonos mismos en su expedición; y un viajero con su mujer y su hijo que abandonan Santa Fe para radicarse en Francia. La novela parece querer retener la estela que van dejando esas personas mientras transitan el monte. Todos son allí gente que viaja.

A su vez, la persona que lo leyó antes al libro dejó su estela. Hay en torno al libro algunas marcas. Por un lado, pueden dejarse caer de él dos o tres boletos de colectivo. El ocho. Pasajes viejos. Incluso uno de ellos está a punto de perder las inscripciones que lleva encima. Solo queda, en efecto, una leve marca que evidencia, a su manera, un viaje.

Me encuentro también cada tanto con pequeños pedazos de papel que contienen dentro suyos fragmentos del libro. Cierto párrafo es transcripto por esa lectora, y puesto en aquel pedacito de papel para marcar su paso. ¿Acaso para detener las palabras del libro? Como si esas palabras, como los indios del monte que ellas dicen, se estuvieran escapando a cada momento. Como si fuera necesario atraparlas en otro papel. Así asisto a la lectura del libro, pero también a las marcas de alguien que lo ha leído -¿qué lo ha viajado?

El monte mientras tanto está allí en todo el libro. Metáfora de lo que no podremos agarrar, tal vez. La novela dice:  “El monte que oculta al monte. Un aquí sin consistencia, que se retrae detrás nuestro, al segundo de haberlo abandonado y que adelante no es más que la inmediatez escurridiza, un brusco aparecer y desaparecer sin solución de lo mismo y distinto.


Y alguien anotó a un costado otro párrafo: “Es algo incluso más inasible, que no tiene una forma concreta: en el monte nunca hay en realidad un avanzar ni un detenerse. Nunca hay un aquí, porque espacio siempre está resolviéndose más allá, en un lugar apenas entrevisto…”

Leer se aventura entonces como una forma de atravesar el monte. Pero un monte inasible. Entonces no habría ni un avanzar, ni un detenerse.

4

Michéle Petit narra en uno de sus últimos textos, El arte de la lectura en tiempos de crisis, que un hombre leía poemas antes de ir a trabajar. Ofreció su testimonio como lector a la autora. Ella seguramente hizo la pregunta que ha recorrido su obra desde siempre: ¿Por qué lee? Él respondió que así sentía que no le robaban todo el día. Así, se quedaba un pedacito del día para sí.

5
Lectura y desvelo.
En el primer capítulo de la primera parte del Quijote (publicada en 1605), a la hora de narrar los aparentes motivos de la locura quijotesca, se nos dice que el hidalgo caballero leía desvelándose por desentrañar el sentido de algunos trozos de texto.
A modo que, “él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro”.
Quijote es aquel que ha enloquecido por leer. Sí. Pero, sin embargo, si hacemos caso al texto, debemos buscar estos motivos en los modos de la lectura de Quijote.
Enseguida de comenzada la monumental novela, se nos presenta ese extraño personaje como un lector desvelado. Alguien que lee de noche. Tal y como aquella mujer que leía las palabras del diccionario bajo la luz de la luna.
La lectura desvelada, como el mismo desvelo, implica los peligros, los riesgos, lo rebelde de lo no debido. Leer desvelado implica quitar el velo por una parte, pero también hacerlo del modo incorrecto. Y es esto efectivamente lo que sucede con nuestro personaje que, “asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía que para él no había otra historia más cierta en el mundo.”
Y allí están, de tanto en tanto, los que han leído de claro en claro. Los que roban tiempo, vida. Los que robaron a la literatura un imaginario. Como Quijote. Pero también como nosotros. Nosotros, que, sin tener las virtudes del más ilustre de los caballeros andantes, intentamos horadar la lectura para entrar a ella por otros sitios.

Tratar de (re)pensar la compleja relación que tomamos con lo que leemos.

Mientras ciertos discursos –más o menos oficiales- señalan a la lectura como un acercamiento a la información o, simplemente, como un buen hábito, las cartografías de “otra lectura” se van expandiendo en las grietas que se abren, las fronteras que se ensanchan.

Pareciera ser que la lectura verdadera –o mejor, la más vívida- es aquella que se hace mal. Aquella que renuncia a los usos establecidos del libro y construye su propio canon íntimo. Pensemos aquí en esa mujer que leía el Diccionario como literatura -¿qué otra cosa sino la literatura puede calmar esas ansias a las cuales refería? O en aquel lector de una novela que anota, sin otro fin aparente que esa escritura, fragmentos. Un lector que corta el libro, que lo desobedece y, así, lee. Pensemos en Quijote arrogando los libros, enojado con ellos, desvelándose cada noche para vivir sus días “de turbio en turbio”.

Quizás esa sea la única manera de lectura posible: La lectura como forma de la rebelión. O, sino la única, una de las formas de permitir que la literatura continúe siendo una forma de la construcción de la libertad.

Estas pequeñas líneas vuelven necesarias ciertas preguntas. Por un lado, renovar la pregunta sobre la literatura. Que, al parecer, excede al libro mismo en aquella mujer que lee esos significados aparentemente denotados, y se acerca a ser un modo de leer, una actitud frente al texto.

Pero también nos interroga sobre el cuerpo de quien lee. Un cuerpo que al fin y al cabo, está en fuga. Alguien roba un cuerpo, el suyo, para leer.

Son esos puntos de fuga los que quizás nos permitan elaborar otras cartografías para la lectura. Que, esta vez sí, permitan a más navegantes viajar.
Mientras tanto, desde los rincones que nos creamos dentro de Barriletes, seguimos abriendo textos para más personas. Mientras tanto, nos seguimos preguntando qué se hace después de decir la palabra amapola.

Y, aunque no lo sabemos, creemos que seguramente seamos más bellos luego de decir amapola y haber dejado pasar un poco de tiempo para que se recompongan el aire, y nuestro corazón.

para Barriletes
Noviembre 2013 

Fotografías de Liliana Gelman

viernes, 15 de noviembre de 2013

Traficantes de fronteras: Del ejercicio de saltar al otro lado



Taller sobre Mediación de lectura
Biblioteca Provincial de Entre Ríos
8/Noviembre de 2013


Yo vengo aquí para existir

Jeanne,
en una Biblioteca de los suburbios parisinos.

Recuerdo un día en que me encontraba en un estado de nerviosismos completamente patológico. Corrí a la biblioteca para localizar El molino de Verhaeren. Inmediatamente me tranquilizó. Desde ese día he regresado a él a menudo, suprime toda mi locura, todo mi desequilibrio; sé que está allí como las pastillas que están en el cajón de la izquierda. Me hace mucho bien debido a su ritmo, quizá también a alguna imagen, pero es sobre todo el ritmo. Lo sorprendente es que ese día fui directo a buscar el libro, y dentro del libro, ese poema, de modo que en mí había algo que ya lo sabía y yo no tenía conciencia de ello.

Joséphine[1]

En el encuentro de hoy bordearemos (y bordaremos) algunos conceptos que nos ayudarán a construir –o empezar a construir- una visión otra de la literatura. Visión que, sin tener que estar necesariamente reñida con otros discursos sobre la literatura, debe permitirnos verla desde un sitio especial. Me refiero con esto a poder pensar la literatura como objeto a traficar, a dar, a mediar.
En tanto que nos constituimos como mediadores, debemos tener un saber artesanal de este territorio y de la lectura que nos permita maniobrar con ella, y desde ella.
Por eso, la semana pasado comenzamos ese trabajo pensando los textos que nos habitan, y a partir de ellos nuestro equipaje poético. Para navegar ahora sí en aguas más conocidas (que no por ello más tranquilas), enunciemos aquí el equipaje poético desde las palabras de Devetach:

Sería importante ponernos curiosos para descubrir, poder mirar y aceptar, qué elementos poéticos ya poseemos y manejamos sin saberlo, qué aspectos de lo poéticos están pero son desdeñados o reprimidos porque no inquietan. Sería importante que nos afanemos en capitalizar esos aspectos poéticos –pocos o muchos- que ya tenemos, para ir construyendo un territorio firme, una disponibilidad cierta para animarnos al territorio de la poesía.[2]

Dar lugar a este equipaje poético es la primer condición para entrar en poesía.
Atendamos aquí a las metáforas desde las cuales estamos hablando: Poder entrar en poesía, implica aceptar que la poesía es un territorio (y por tanto otro tiempo, otro espacio). Aceptar a la poesía como territorio supone ir más allá de la poesía como género literario, de los textos como grafías y de los libros como soportes.
Esta concepción, además de hermosa, es muy útil en la medida en que nos salva enseguida dejándonos solo con lo más importante de nuestra tarea: Generar formas, caminos, estrategias, mapas, luces, guías, para entrar en poesía.
Hagamos aquí una pequeña parada, tomemos aire y digamos con gracia: La tarea principal de la mediación de lectura es generar disponibilidades para entrar en poesía.
Por último, entrar en poesía quiere decir también que la poesía es una experiencia de la subjetividad.

En este encuentro, abordaremos este planteo (y sus consecuencias) desde diversas miradas. Por un lado, adjuntamos el capítulo “Ser y Estar en poesía” de Laura Devetach, incluido en su libro La construcción del camino lector (2008). A partir de allí podrán ver cómo es tramada esta idea. Por otro lado, revisaremos los modos de entrar a ese territorio como una situación de frontera, a partir de los planteos de Graciela Montes. Y finalmente, trataremos de pensar la lectura literaria como experiencia subjetiva, desde las investigaciones de Michèle Petit.

Laura Devetach


Zonas adormiladas, territorios de frontera
Definir a la poesía como territorio, inaugura una pregunta en torno a ese territorio: ¿Dónde se encuentra? ¿Por dónde se entra a él?
Los bordes (dentados) de estas preguntas pueden provocarnos envíos hacia otros temas.
Más allá, o más acá, de esos bordes queremos proponer pensar el lugar de la poesía como un sitio de frontera. Seguimos en esto planteos que Graciela Montes hiciera hace ya unos cuantos años, y que se han ido repitiendo y repartiendo entre muchos mediadores. Se trata de una idea, o metáfora más bien, que ella toma de Winnicott[3], y desde la cual piensa el lugar de la literatura. Escuchémosla:

 “Winnicott empieza por el principio. Su punto de partida es el niño recién arrojado al mundo que, esforzada y creativamente, debe ir construyendo sus fronteras y, paradójicamente, consolando su soledad, ambas cosas al mismo tiempo. Por un lado, está su apasionada y exigente subjetividad, su gran deseo; del otro lado, el objeto deseado: la madre, y, en el medio, todas las construcciones imaginables, una difícil e intensa frontera de transición, el único margen donde realmente se puede ser libre, es decir, no condicionado por lo dado, no obligado por las demandas propias ni por los límites del afuera. El niño espera a la madre, y en la espera, en la demora, crea.
Winnicott llama este espacio tercera zona o lugar potencial.
A esta zona pertenecen los objetos que Winnicott llama transicionales –la manta cuyo borde se chupa devotamente, el oso de peluche al que uno se abraza para tolerar la ausencia-, los rituales consoladores, el juego en general y, también la cultura.
Esta tercera zona no se hace de una vez y para siempre. Se trata de un territorio en constante conquista, nunca conquistado del todo, siempre en elaboración, en permanente hacerse; por una parte, zona de intercambio entre el adentro y el afuera, entre el individuo y el mundo, pero también algo más: única zona liberada. El lugar del hacer personal.
La literatura, como el arte en general, como la cultura, como toda marca humana, está instalada en esa frontera. Una frontera espesa, que contiene de todo, e independiente: que no pertenece al adentro, a las puras subjetividades, ni al afuera, el real o mundo objetivo.”[4]

La experiencia de entrar en poesía es, entonces, una experiencia de frontera. Se trata de una experiencia ilegal –adúltera, diría Díaz Rönner.
Esto nos da una nueva visión de la lectura y los lectores. Visión que convierte a estos últimos en posibles traficantes de formas de estar en el mundo. De habitarlo y de crearlo.
En ese ejercicio  traficante el mundo no puede volver a ser jamás el mismo. ¿Acaso el río es el mismo luego de Juanele? ¿Alguien puede ver una rayuela igual después de la Maga? ¿Quién se anima a decir que las rosas son las mismas luego de El Principito? Al traficar palabras a través de estas fronteras nos estamos manejando con las mismas invisibilidades sobre las que el mundo se sostiene. Un mundo hecho de palabras al que agregamos otras, al que cambiamos el sentido una y otra vez… Traficar esa materia invisible horada el mundo.
Cuando tenemos ocasión de entrar en poesía creamos otros mundos dentro de este mundo. Actividad que es indispensable para poder ser humanos. Generar construcciones de sentido que nos permitan habitar el mundo. Ensanchar nuestra frontera.
Una frontera que además, como el bosque en que se juega mientras el lobo no está, ha de permanecer siempre en construcción. Y por lo tanto, siempre indómita.
La frontera indómita es, al fin y al cabo, ese territorio que no está ni adentro ni afuera. Que no es ni real ni ficticio. Un territorio que desconocemos. Pero que, justamente, por desconocido, caminamos.
Caminar la frontera indómita implica poder encontrar las zonas adormiladas de nuestro ser. Activarlas. Despertarlas. Ponerlas sobre la mesa. Y con todas ellas, generar disponibilidades para entrar en poesía.

Investigaciones sobre la lectura: La mirada de Petit.
Quiero cerrar este apunte, pequeño, y ovillado todo sobre esta idea fronteriza, reflexionando sobre uno de los epígrafes que abrieron estas páginas. Esa joven, Jeanne, que proclama ir a la biblioteca para existir.
Su testimonio fue recogido por una antropóloga francesa: Michèle Petit. A las investigaciones de Petit, debemos varios de los aportes que sostienen a este Equipo. Antes de comenzar a comentarlos, quisiera presentar a esta investigadora.
Michèle Petit es antropóloga, pero se ha vinculado fuertemente con la sociología y el psicoanálisis. A su vez, además de escribir ensayos sobre la lectura literaria –tema que investiga desde hace décadas-, es novelista. A fines de los ’90 y comienzos de los 2000, Petit vino a Latinoamérica para brindar seminarios. Su seminario dictado en México en 1999, se publicó bajo el título Nuevos acercamientos a los jóvenes y a la lectura[5]. Libro en el que se mostraban los resultados de investigaciones hechas en las sociedades rurales y barrios marginales franceses: La gente que allí lee, ¿por qué qué lo hace?
Ese libro marcaría la influencia que sus trabajos tendrían sobre quienes, en la inmensidad de este continente, tratamos de llevar a cabo diversas experiencias de mediación. A esas visitas, le siguieron otras, y con ellas la publicación de otro texto en 2001: Lecturas: del espacio íntimo al espacio público[6]. Actualmente, Petit incluyó muchas de las experiencias latinas de mediación de lectura que conoció en sus viajes en su libro El arte de la lectura en tiempos de crisis[7].
A su vez, se trata de una pensadora que, si bien es europea, ha mantenido un interés por los márgenes donde la lectura se da y ha logrado mostrar facetas radicalmente distintas de la lectura literaria. Su conocimiento de la realidad latinoamericana, y su posición marginal en la conservadora Francia hacen de Petit una pensadora que se sitúa cerca de las prácticas que queremos pensar.

De sus aportes, tomaremos durante este taller dos:

-La concepción de la lectura literaria como experiencia fundante de la subjetividad humana.

-La conceptualización de la figura del Mediador de lectura como agente facilitador.

En este apunte, trataremos de señalar parte de este primer ítem. Dejando para otros encuentros sus planteos sobre la figura del Mediador.

Literatura y (posibilidad de) subjetividad

Para comenzar a pensar la relación de la lectura literaria y la subjetividad debemos antes (re)plantearnos lo que entendemos por lectura.
En este sentido, debemos pensar a la lectura como una actividad plural. Escapar del mandato de la lectura univoca. No ya solamente entendiendo las posibles “interpretaciones” o “formas de leer” que un texto provoca. Sino al nivel del discurso y la conceptualización sobre la lectura. Una conceptualización teórica, sí. Pero entendiendo siempre que, ya sea una conceptualización o sea la imagen de la lectura que el “sentido común” nos devuelve, siempre estamos hablando de teorías. Hablamos de la lectura porque la abstraemos[8].
¿Qué discursos solemos escuchar sobre la lectura? Petit identifica lo que ella llama dos vertientes (1999:19-26). Por un lado, discursos fuertemente centrados en la “hegemonía del texto”. Por la cual habría cierta superioridad en el texto. El texto pasa a importar más que los niños, por ejemplo. El peligro de este discurso es la posibilidad de caer en las lecturas sin sentido: Escuelas que dan a leer a Borges por cierta sacralización textual, sin jamás preguntarse por qué o para qué. No quiero decir aquí que esté mal dar de leer Borges (de hecho Ficciones fue el primer libro de cuentos que me tomé en serio…), sino que me parece perjudicial caer en actividades dogmáticas.
Por otro lado, es posible crear otra vertiente. Una que privilegie al lector. Por la cual el lector se convierte en cazador, y va en busca de algo al texto. Este lector en caza furtiva tiene otros beneficios. Tiene un por qué. Pero además, lleva algo de luz, algo suyo para el viaje. Por tanto tiene mayores posibilidades de transformarse. Es decir, de que la lectura tenga algo que ver con su experiencia.
Si nos ubicamos del lado de los lectores también nosotros tendremos una ventaja. Podremos oír lo que les pasa. La mediación de lectura es una artesanía de la escucha. Oír lo que se mueve dentro de un lector hará que podamos cumplir mejor con nuestra tarea.
Ahora bien, ¿de qué se enteró Petit escuchando a los lectores? Se enteró de que hay muchas más cosas en juego en la lectura hoy en día que una buena ortografía o un conocimiento de la cultura general.
Los jóvenes que leían en esas bibliotecas, o aquellos que evocaban recuerdos de lectura, lo hacían en gran medida para existir.
No puedo resumir aquí un planteo que se funda en numerosos testimonios de lectores (y principalmente lectoras). Pero sí puede decir, con Petit, que la literatura es siempre un regalo de espacio. Significa la construcción de una zona fronteriza, que se encontrará siempre entre lo público y lo privado. Es ese “estar solo y acompañado” que evocaron en nuestro primer taller.
Y en tanto que un regalo de espacio, la lectura literaria provoca lectores trabajados por el lenguaje:

“(…) hay personas en sectores pobres que han tenido la fortuna de acceder a la lectura, y que han conocida, a veces a través de un solo texto, toda la amplitud de la experiencia de la lectura. En ese texto encontraron palabras que los alteraron, que los ‘trabajaron’, muchas veces tiempo después de haberlas leído.”(1999)[9]

Esa otra vertiente de la lectura es la que debemos defender. Construir y defender espacios poéticos. Regresar a las experiencias de frontera.
Una pregunta que cada uno deberá hacerse: ¿Para qué mediaremos lecturas?


Kevin Jones / Equipo de Mediación de lectura







[1] Ambos testimonios fueron recogidos por Michèle Petit. En El arte de la lectura en tiempos de crisis. 1ª edición. Oceano editores. Madrid:2009. Traducción de Diana Luz Sanchéz.
[2] en La construcción del camino lector. 1ª edición. Comunicarte. Córdoba:2008 p.52-53

[3] A través de este aporte que Montes hereda para pensar la literatura, observamos un cruce entre teorías pertenecientes a la psicología y el pensamiento en torno a la mediación. Este tipo de cruces se repite en el pensamiento de Michèle Petit quien sustenta gran parte de sus afirmaciones en el psicoanálisis y la necesidad de simbolización a través del relato. Estos cruces deben ser válidos no como determinantes, o evidencias de un sujeto monolítico, sino como luminosos aportes que nos permiten tratar de pensar los por qué de la mediación de lectura.
[4] “La frontera indómita” en Montes, Graciela (1999) La frontera indómita. En torno a la construcción y defensa del espacio poético. 1ª edición. Fondo de cultura económica. México:2001 Páginas 51-52
[5] Petit, Michèle (1999), Nuevos acercamientos a los jóvenes y a la lectura. 1ª edición. Fondo de cultura económica. México:2011.
[6] Petit, Michèle (2001), Lecturas: del espacio íntimo al espacio público. 1ª edición. Fondo de cultura económica. México:2008.
[7] Ob. Cit.
[8] A propósito de esto, creemos que ninguna teoría sale de la nada. La palabra, cuando verdadera, va unida de la acción. En ese sentido, la palabra no nos parece disociable de la praxis. Ni la praxis de la palabra. Seguimos en esto los pensamientos del pedagogo brasileño Paulo Freire.
[9] Ob. Cit. p. 41