viernes, 6 de diciembre de 2013

La torre de los cubos / Laura Devetach

“Mi tren es un gusano amarillo y rojo”, pensó Irene. “Chucuchuf, chucu-chuf, chucu-chuf”.
    La hilera de cubitos se deslizaba sobre los mosaicos pulidos. La niña los empujaba de atrás salpicando el piso con un poco de saliva cada vez que decía “chucu-chuf”.
    Mamá no estaba. Tardaría en regresar trayendo su aromática bolsa llena de frutas y verduras. Cuando volviese, Irene la saltaría clavaría los dientes en el jugo abultado de las uvas. Entre tanto, armaba cosas con sus cubitos amarillos y rojos, y hablaba con ellos mientras sentía el frío de los mosaicos.
    “Haré una torre inmensa como una víbora parada con la cola”.
    Pero la idea le pareció un poco simple y decidió hacerle una ventana en el medio, como si la víbora se hubiese tragado una uva de las que traía mamá. Pero una uva del tamaño de una manzana.
    Rojo, amarillo, rojo, amarillo, uno, dos, siete, ocho. Ahora, cuidadosamente, una tablita plana en equilibrio. Sobre la tablita, un cubo en cada extremo. Sobre los dos cubitos, otro uniéndolos y otra vez rojo, amarillo, rojo, amarillo. La ventana estaba lista en el medio de la torre. Era así, chiquita. Como para que se asomase una persona del tamaño del dedo pulgar de Irene. La torrecita temblaba de miedo de romperse, pero se mantenía firme.
    Justo cuando Irene colocaba con suavidad el último cubo se le ocurrió la idea de mirar a través de la ventana.



    Primero parpadeó tres veces. Luego, cinco; porque del otro lado una cabra le sacó la lengua. Irene dio vueltas alrededor de la torre, pero sólo veía mosaicos y los cubos que habían sobrado.
    Se agachó nuevamente, espiando por el agujerito, y la cabra le dijo: “¡Meee!”. Irene no sabía que pensar. Espió de nuevo. Había colinas azules y muchísimos durazneros en flor. Las cabras blancas subían y bajaban por un montañita de todos colores.
    Detrás de la ventana Irene no veía nada. Solo su aburrido piso de mosaicos. Delante de la ventana tampoco. Irene intentó pasar una pierna por el agujero, pero la punta de su zapato era demasiado ancha. ¿Y sus piernas? ¿Y su cintura? ¿Y su gran cabezota amarilla? No, no podría pasar, ni podría jugar con las cabras en las hermosas colinas.
    Metió un dedo y una cabrita se lo lamió. Irene lo retiró asustada. Dio varias vueltas a su alrededor de su torre, pero no encontró nada nuevo.
    El vendedor de tortas, después de esperar largo rato que le abrieran la puerta de calle, entró y le ofreció una riquísima masa cuadrada cubierta de azúcar.
    --No—le dijo Irene, apurada porque se fuera para poder seguir mirando por la ventana de la torre.
    --¿No?—preguntó el viejo--, siempre te gustaron, ¿por qué hoy no?
    --Estoy ocupada. Tengo que mirar por la ventana de mi torre.
    --¿De esa torre?
    El índice color madera señalaba la finísima torre de Irene.
    --Sí, es una torre muy rara. Tiene cabras y colinas azules adentro. Me gusta más que tus tortas de azúcar.
    --¿Puedo ver yo también?
    El viejo dejó su canasto dulce en el suelo y de rodillas espió por la ventanita.
    --¡Ja ja!—rió--. Estas cabras son muy maleducadas.
    --¿Dónde están? ¿Podrías decirme dónde están? Detrás de la torre no hay nada, delante tampoco. Yo no puedo atravesar ese agujero.
    --¡Humm…!—meditó el viejo, agachado frente a Irene. Su rostro misterioso se mostraba preocupado--. ¿Probaste pasar por sobre la torre?
    --¡Pero es muy alta!—se quejó Irene--. ¿No te parece que es la torre más alta del mundo?
    --Tal vez… Podrías voltearla al pasar por encima, pero no hay otra solución. Sólo así llegarás a las colinas y a los durazneros.
    Irene se tomó la pollera con la punta de los dedos. Con el vértice de sus piernas rozó el último cubito. La finísima torre se estremeció, como de frío, y quedó quieta nuevamente. Irene hizo un saludo al viejo y se puso a saltar por las colinas azules mientras las cabras la miraban muy serias.

    Era un verano tierno, de durazneros. Era un cielo liso como dibujado en la arena por la palma de una mano. Eran unas briznas de lenguas mojadas y allá, a lo lejos, enroscando humaredas desde las chimeneas, un grupo de casitas.
    En Pueblo Caperuzo todos tomaban el té con miel a las cinco de la tarde. Aquella miel era como una buena palabra. Irene la extendió suavemente sobre el pan blanco y la comió mientras oía cosas maravillosas.
    Los caperuzos eran duendes cubiertos con enormes capuchas de colores. Festejaron con pan y con miel la llegada de Irene.
    --Nosotros defendemos —explicaron--, defendemos al que lo necesita.
    --¿A mí, cuando los chicos quieren pegarme?
    --No, porque eso no es importante. Vos tenés fuerza para defenderte sola e inteligencia para resolver tus problemas. Nosotros defendemos otras cosas.
    --¿Qué?—preguntó Irene, no muy conforme con los caperuzos.
    --Defendemos a los negros, cuando los blancos los desprecian. Les susurramos al oído: “Negro, negro, tu cuerpo es brillante como la piel de la manzana, tu cuerpo es bueno y buena, tu cabeza. Tus manos son raíces que fuera de la tierra morirán. Hay que enterrarlas, aquí, y crecer y transformar los jugos del mundo para dar frutos. Negro, negro-así les decimos-, hay que trabajar y aprender y enseñar hasta que cada brizna del campo reconozca tu buen cuerpo brillante como una manzana”. Así les decimos. También el blanco nos oye. Sentados en su hombro tintineamos sin cesar. El laberinto de su oreja es tobogán para nosotros, para que podamos caer dentro de su cabeza clara. “Blanco, blanco –le decimos-, que el fino papel que te envuelve no te diferencie de otro hombre. El pan en que hincas el diente es igual al del otro”.
    Irene recordó a sus compañeros oscuros. Pedro, por ejemplo, el hijo de la lavandera. Nunca le había contado que los caperuzos le hablaban al oído. ¿Y ella? ¿Los había escuchado alguna vez? Sí, claro. Ahora recordaba.
    Los duendes de colores la llevaron a las colinas azules. Colgaban de los durazneros ligeros columpios, en los que Irene se hamacó riendo. La boca se le llenaba de viento con sabor a té.
    Subieron después a delicados botecitos pardos, hechos con cáscaras de nueces y castañas. Meciéndose en el agua color membrillo, Irene aprendió nuevas canciones de cuna.
    El sol era un jugo lento sobre las colinas azules; Irene pasó toda la tarde conociendo maravillas. Aprendió a hacer delicadas torres de arena, a llamar a los peces rojos, a remontar barriletes desde los botecitos pardos.
    Cuando cayó la noche, las aguas color membrillo se pusieron más intensas y un incendio de estrellas se volcó en la superficie de las colinas.
    Las casitas seguían enroscando humaredas con sus chimeneas. Al acercarse al pueblo dejaron atrás el claro garabato de los durazneros.
    En una de las casitas, Irene tomó chocolate y después ayudo a sacar las tazas a papá caperuzo. Este era tan alegre que la niña temía que rompiese las hermosas tacitas y los platitos delicados.
    --Siem-pre-la-vo-los-pla-tos-pa-ra-a-yu-dar-a-ma-má—cantó el papá caperuzo bailotenado con el repasador blanco colgado del brazo. Mamá caperuza sonreía mientras adornaba con azúcar unas hermosas tortas calientes.
    Irene se sentía feliz allí. El olor a pan y a durazneros le llenaba el cuerpo. Las casitas caperuzas eran pepitas de luz suspendidas entre las colinas. Cuando regresara a casa le diría a mamá que tratasen de vivir como los caperuzos; así de contentos, por lo menos. Le diría a papá que de vez en cuando sacasen entre los dos los platos, hiciesen tortas morenas cubiertas de azúcar y echasen a mamá de la cocina, para luego darle una sorpresa. ¡Tenía tantos papeles en su portafolios, papá! ¡Y hablaba siempre de cosas tan serias! Así no podían estar contentos. Papá estaba muy poco en casa.
    Irene cantó una alegre canción con los caperuzos y luego pensó que debía regresar.
    Un pequeñito apilaba cubos dorados. Al mirar por la ventana de la torre, Irene vio a mamá que la buscaba por la casa. Sus aromáticas bolsas de frutas y verduras estaban en el piso, junto a los cubitos amarillos y rojos.
    Se levantó la pollera y el vértice de sus piernas rozó apenas la torre dorada. Con los dedos en manojo arrojó un beso para los caperuzos y corrió a morder el jugo de las abultadas uvas de mamá. Estaba segura de que, si se lo proponía, su casa sería muy pronto una casa de caperuzos.

                         1966-Laura Devetach.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Escenas de mediación de lectura

Taller sobre Mediación de lectura
Biblioteca Provincial de Entre Ríos
22/Noviembre de 2013


Hace un tiempo, cuando debía escribir sobre las experiencias de mediación llevadas a cabo en Barriletes, dije que eran momentos en que se había entrado y salido de otros mundos. Si me disculpan, quiero volver sobre ese párrafo y ovillarme en mis propias palabras, para luego sí convocar a otras. Decía, entonces:

Hay momentos que parecen estar hechos de agua. O de viento. No lo sabemos exactamente. La única certeza que tenemos mientras los vivimos es que no parecen estar hechos de la misma materia que parece estarlo el resto del tiempo, del mundo. 
A veces, los lunes a la tarde, cuando con Milena nos hemos encontrado con los chicos, eso parece suceder. Momentos de ese tipo. Y luego, camino a casa, en los colectivos, en las garitas, o caminando bajo un silencio cómplice nos moviliza la certeza de que hemos entrado y salido de otro mundo.[1]

¿Por qué esa insistencia en la mediación como acto de salto, de tráfico, de ingreso en otro mundo? Le pregunto eso a mi escritura, a la forma en que escribimos, en que leemos las experiencias que hemos vivido. Las formas que alcanzamos a encontrar para nombrar lo que nos sucede.  
Retomando –y amasando- la metáfora gelmaniana que inauguró estos encuentros, nos vemos obligados a pensar nuestra práctica como viaje. Ese viaje hacia el poema deja, necesariamente, huellas. La búsqueda minuciosa de esas huellas hacen a este momento particular del taller.
En ese sentido, este apunte tendrá la particularidad de centrarse en experiencias –en escenas- de mediación. Llamamos a estas “escenas” en la medida que implican un escenario y una presencia allí. Estas escenas provienen del recuerdo de mediadoras del equipo y propondremos líneas de reflexión a partir de ellas.
De esta manera, queremos completar la experiencia vivida este viernes. Experiencia en la cual leímos y escuchamos textos. A su vez, acompañamos este aporte de un texto que nos continúa pareciendo clave para pensar la figura del mediador de lectura: La cuarta jornada de Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura (1999) de Michèle Petit. Libro sobre el cual volvemos en esta ocasión.





La gran ocasión

La primer voz que buscaré en mi ayuda es la de Milena. La voz de Mile está cerca, siempre. Una voz cotidiana, y por ello con hermosura de pájaro que no sabe que es pájaro. Milena tiene 19 años, estudia Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la UNL. Le gustan mucho las novelas de Puig y de Milan Kundera-ya no sé cuántas ha leído este año. Amigos por el viento, con Mile comenzamos este año el taller barriletero con los niños de Villa Mabel. Su sonrisa y sentido de la justicia bastan para olvidar las penas del mundo.
Le pedí que contara, para estas hojas, algunas escenas de mediación que haya vivido. Ella nos las comparte como quien corta el pan:

No sé por qué elijo estas experiencias, tal vez porque fueron de esas que parecen de algodón, y hacen cosquillitas al corazón. Porque me hicieron reflexionar sobre la tarea del mediador, y me mostraron que es posible edificar esos puentes con el otro, para saltar juntos al charco y habitar, por el rato que se quiera, esa frontera indómita.
La primera es del año pasado, mientras compartía el taller con los chicos del barrio “La boca” en Santa Fe. Ese jueves a la tarde, habíamos tomado del cajón de los juguetes a la palabra “disparate”. Leímos el Poema al tomate  de Elsa Bornenman y luego hicimos un cadáver, exquisito por supuesto. Mientras lo hacíamos tomábamos tereré y los chicos me mostraban su aula, cuya puerta del fondo, nos dejaba ver directamente al río. Ahí en la orillita leímos nuestro texto colectivo. Y después, me fui a esperar el primer cole de vuelta. Cuando estaba esperando que llegue el 13, el segundo cole de la combinación, Iara, una de las nenas que estuvo en el taller, viene corriendo a entregarme una hoja con una historia, que escribió en su casa, y ahora me quería regalar.
Después, nos subimos al cole y durante el camino, mirando a un lado el río chocolate, jugábamos a inventar rimas, como la de aquel disparate en donde se mató un tomate.
Ese día nos escondimos debajo de la silla, para hacerle compañía a princesa lechuga y la rana. 

Ella era la princesa lechuga, siempre despeinada
y nunca estaba lavada.
En una silla doblada,
caminaba sentada
con una rana
en una gran rama
con muchísimas hojas.
Miraba asustada y se escondió debajo de la almuadaa
asustada corría y se escondió debajo de la silla.
La rana asustada también se escondió debajo de la silla.
Para evitar el miedo.
Se escondió por el miedo a la oscuridad y a las sombras.
La rana y la princesa se escondieron bajo la silla
para contar historias y ija! ija!

(Cadáver exquisito de los chicos del taller en la escuela N° 18 de “La boca”)

Tiempo de algodón. Graciela Montes insiste con sencillez y dulzura en que el tiempo leído es más tiempo: “se me hace que esos momentos fueron muy largos”[2]. Supongo –esto debemos preguntárselo a Mile, conocedora de los tiempos de algodón- que un momento algodonoso debe ser más lento. Y el espacio se debe ensanchar como cuando, antes de lavarnos una herida, estiramos el algodón.
Como bien nos señala Mile, no se puede vivir momentos de algodón sin cosquillas. Y fíjense, miren bien, qué dulce forma de invitarnos al cambio. No es desde la necesidad de movilizarnos, marchar, o incluso decir luchar que se nos invita al movimiento. Se nos invita a movernos desde las cosquillas. A que el cosquilleo mismo sea el que nos haga ir hacia otro sitio, cambiar de silla, caernos de la cama. Evidentemente, las experiencias, el hacer, define en cierta medida la forma de pensar política de quien luego reflexiona sobre ello.
Ahora bien, vayamos más adentro. Si vemos la escena nos podemos dar cuenta la superposición de márgenes que en ella se dan. Por un lado, el periférico barrio santafesino de La Boca. Situado después de Alto Verde, y a la vera del río. La mediadora ha visto la necesidad de moverse de su sitio para desde allí pensarse un cuerpo y unas prácticas otras. A su vez, esa forma de ocupar la escuela luego de la escuela, encima otra forma de la marginalidad de la tarea. Ahí estamos en presencia de una grieta.
Y en la grieta textos. Llevar textos allí. Como quien construye un jardín.  Textos. Nunca nos olvidemos de los textos. El Poema del tomate en este primer recuerdo, y Dailan Kifki en este recuerdo que sigue, protagonizan parte de la escena. Los textos importan. No da lo mismo que esa novela haya sido Dailan Kifki que alguna versión de Elige tu propia aventura. Hay que “codiciar el texto”. Ingresar a el debe ser, en algún momento, difícil. Hay que, necesariamente, viajar.
Que las palabras de Mile nos sigan haciendo ruido:

La segunda habla un poco de lo que dijimos el jueves. De que no debemos llevar y leer un texto que no hayas leído antes, que no te haya hecho alguna cosquillita. Y justamente, estábamos en la Escuela Hogar, con los chicos de quinto, haciendo un poema colectivo.  Mientras algunos anotaban palabras en un gran afiche, y jugaban con ellas, yo agarré a Dailan Kifki. Ese librito, desde que leímos unos capítulos con Kevin, me provocó algo. Lo recuerdo cada vez que veo un malvón.
Me senté al lado de una de las chicas que me preguntó que podía dibujar. Yo le dije que tal vez acá encontrábamos algo. Así que empecé a leer. Y juntas reímos imaginando lo difícil que debe haber sido para esa nena, adoptar un elefante de mascota y de la ternura con que Dailan Kifki recostaba con su trompa a la tía desmayada. Esa fue una gran ocasión, en dónde juntas escuchamos lo que ese gran otro mundo tenía para contarnos.

Dar de leer

Quiero contar momentos de gracia que hemos pasado en la Casa del Adolescente… El primero que se me viene a la cabeza es cuando leímos “Carta a una señorita en París” de Cortázar. Los chicos conocen esa obsesión que tengo por este autor y no podía quedar afuera de la mediación. Estábamos casi todos en el comedor. Un banquito habíamos puesto en la pared, debajo de la ventana, Víctor estaba sentado de un lado y Cristian del otro, los dos mirando como hipnotizados el libro y atentos a que no se escapase ningún conejito. Pedro, Martín, Santiago y Jonatán estaban sentados en la mesa. Mientras iba contando el relato, algunos se iban y volvían. Pero siempre llegaban en el momento exacto cuando algún dibujo se pintaba con la mano en el aire. Las palabras flotaban. Las risas y los asombros eran continuos y no faltaba momento para que salte uno diciendo: “está re fumado”. No podían creer que el tipo vomitase conejos y los metiese en el ropero para que no se escapen.
       Después de terminado el cuento, ya como una especie de ritual, me saca el libro de las manos al que más le interesó y se lo lleva como si fuera un bichito raro para analizar., lo pone sobre la mesa, casi que pega la cara contra el libro y lo husmea de adelante para atrás, de atrás para delante, de arriba abajo, y de abajo arriba.


Quien ha hablado es Sofía. Estudia Letras como Mile, y hace un tiempo le obsesiona pensar la escritura dentro de contextos de encierro. Su taller se realiza los sábados por la tarde en la Casa del adolescente. Sofía tiene en su casa un duende, es buena escuchando en las madrugadas y siempre hay al borde de su mesa, y de su oído, un poco de café con leche.
Y le obsesiona Cortázar. ¿Está bien llevar las propias obsesiones al taller? ¿Es justo?
Entre nos, hice trampa. Son preguntas que no tienen respuesta necesariamente... O son preguntas que no son justas porque parten de supuestos que, quizás, quizás, no sean del todo justos ellos. Los he escrito en todo caso para incomodar. Y la incomodidad de ellos se las dejo a ustedes.
Viremos la mirada en el recuerdo. Pensemos en esa mediadora que sigue contando aunque vayan y vengan. Que en ese ruido continúa agregando su voz. Eso es una mediadora segura. Pensemos en ese chico que se lleva el libro. A él se le ha dado de leer.


Otro momento de gracia, que fue uno de los primeros en este año, cuando arrancábamos con el taller. Estábamos Jonatán, Fernando, Víctor, Agustín y yo. No había más chicos en la casa. Fuimos al patio, (en ese entonces nos dejaban salir porque éramos poquitos) y nos sentamos sobre la mesa gigante de cemento entre medio de los árboles de tipa. Había llevado a Paco Urondo con un poema que se llama “La verdad es la única realidad”, no tenía el libro ni lo tengo, pero con una hojita ese día tumbamos los muros y pudimos ir más allá de las rejas. Lo mejor es que no necesitamos serrucho alguno. Mientras lo iba leyendo, en un momento los chicos se habían incomodado mucho y luego de terminado el poema me Jonatán me dijo: “acá adentro no se puede ser feliz, nadie es feliz cuando está encerrado”. Ese día las risas no florecieron, pero sí fue un momento en el cual el silencio y las caras pensativas de los chicos calaban el aire. Después de eso, Fernando se alejó y empezó a escribir, Jonatán se fue, Víctor miraba hacia el vacío y Agustín se llenó de preguntas.



Hospitalidad

            Qué regalarle a alguien que viaje. Qué darle a alguien que impulsamos nosotros a un viaje hacia el poema. La única respuesta que, desde este equipo hemos hayado es la hospitalidad. Para ese Agustín lleno de preguntas, un libro, un oído, una palabra toda redonda como la palabra mundo. O la palabra pan. O aún mejor, toda llena de cabriolas como la palabra amapola, o toda puntiaguda y acuosa como lirio.
            La hospitalidad de cada uno de nosotros en cada encuentro con los textos y con el otro será la hospitalidad de la palabra. La hospitalidad del mediador es la hospitalidad del libro. Solo cuando nosotros hemos escuchado, el poema puede escuchar(se). Nosotros somos el primer texto a leer.
Sí. Esa es una responsabilidad. Pero la vamos a tomar como la responsabilidad que tenemos al hornear una torta. Una responsabilidad con la hermosa de lo que estamos tratando de hacer. La responsabiliad de parecernos a la palabra amapola para decir amapola.
Construir, tejer, armar hospitalidades. Como esta que Sofía nos cuenta y con la cual callamos por hoy:

El último momento que quiero contar, se produjo hace poco, unas semanas atrás, cuando leímos con los Sebastián, Víctor, Cristian y Esteban “El último piso” de de Santis. Estábamos en el cuartito que pudimos conquistar en la casa para nuestro taller. Es como una especie de refugio en la casa.         
     Volviendo al tema de la lectura, este microrelato lo leímos entre todos y lo releímos. Creo que ese acto de releer a los chicos les encanta, y descubren un poquito más que la primera leída. Después de leerlo fue lo más significativo.  Esteban se fue, pero quedamos el resto alrededor de un escritorio que funciona como mesa, de un lado Victor y Esteban sentados en un banco de plaza y del otro lado, Cristian y yo en un banco que sacamos del comedor. Comenzamos a escribir y a dibujar un recuerdo para regalarle al señor ascensorista. Entre mates, lapiceras y hojas, parecíamos cuatro amigos de toda una vida, riéndonos sólo por el hecho de estar en comunión alrededor de ese escritorio-mesa. Ese día había llovido y el agua había entrado en la piecita, un poco de frío hacía; pero ese momento creo que fue uno de los mejores que hubo en el taller.

Kevin Jones / Equipo de Mediación de lectura


[1] El taller literario como espacio poético. Revista Barriletes. Septiembre 2013. Versión digital en http://www.barriletes.org.ar/2013/09/27/el-taller-como-espacio-poetico/
[2] En “Scherezada o la construcción de la libertad. La frontera indómita. En torno a la construcción y defensa del espacio poético. 1ª edición. Fondo de cultura económica. México:2001 p.20

martes, 3 de diciembre de 2013

Políticas masturbatorias.


Vivir hoy como nos gustaría vivir mañana.

Hablar de la masturbación. Masturbar la masturbación.
No es solamente para provocar que quiera comenzar hablando de la masturbación. Invoco su figura, o el contorno de su nombre, para arriar con ella hasta este texto todas las prohibiciones y sentidos que se superponen dentro de su signo.
¿Será por su celebración del yo que hablar de la masturbación nos causa tanta pena? Quizás lo provocativo, porno y audaz de la masturbación como práctica sea su capacidad de reconocernos egoístas, capaces de quedarnos a solas por nuestro deseo. Se supone que el sujeto que se masturba debe alcanzar una soledad simbólica lo suficientemente fuerte para concentrarse en su deseo y acabar lo que ha empezado.
Traigo sobre la mesa a la masturbación para hallar nuevas figuras, imágenes diferentes que me permitan hablar de una política diferente. Una política en construcción, que actualmente podemos palpar y visitar en cada una de nuestras acciones que se han ido repitiendo a lo largo de este tiempo, fines de 2013.
Querré proponer en los siguientes párrafos la necesidad de políticas masturbatorias y de la orgía, invocando nuevas formas para nuevos paradigmas políticos. Quiero, más bien necesito, otros discursos alrededor de la politicidad de nuestras prácticas. Por ello, las filio con prácticas sexuales mal vistas. Prácticas sexuales en fuga, que de alguna u otra manera escapan al esquema binario sobre el que se funda el heterocapitalismo y que hemos visto pasarse, sin mayores maquillajes, a un homocapitalismo cada día más avergonzante.

Nuevos cimientos para la orgía
Las acciones que realizamos, la realizamos en grupo. Estar juntos, hacer juntos, afecta a nuestros cuerpos de una forma alegre. Una vez que se ha entrado en orgía, difícilmente se salga de ella.
Confiamos en la memoria que nuestros cuerpos poseen de la acción conjunta. Ella nos mantendrá unidos en el hacer que nos ha encontrado. No nos convocamos, no llamamos a la acción: nos encontramos en el hacer. Y defendemos, éticamente, ese encuentro como el único verdadero y políticamente útil.
Ahora bien, desde hace un tiempo, diferentes conversaciones y búsquedas nos han inscripto en la necesidad de nuevos paradigmas (o formas) políticas desde las cuales movernos, vehiculizar, pensar, leer y escribir nuestro hacer. Esta necesidad nos ha interrogado obsesivamente estas últimas semanas y nos ha vuelto sensibles a las formas en que se inscriben  paradigmas políticos otros que  entran en tensión con nuestro pensamiento en construcción.
Este texto trata de tejerse en esa discusión. Suponiendo que las ideas se traman en textos, que tratan de archivar ideas posibles de perdida.
De manera que, lo que trataré de exponer en los siguientes párrafos son algunos de los puntos que comienzan a iluminarse en la cartografía de este hacer y sobre el cual nos ha sido inevitable, en las madrugadas de café, los almuerzos, las esperas de los colectivos y los bordes de los talleres en que participamos, volver. En un regreso critico que intenta ser un ejercicio de lectura del acontecimiento.
Los puntos luminosos sobre los que intentaré volver aquí son acciones que subyacen a nuestro hacer: Desear, Archivar, Fugar, Afectar y Entrar en poesía.
Revisitados ahora desde lo que llamaré un nuevo cimiento para la práctica en orgía que ya llevamos a cabo.  Me valgo de un supuesto: no puede haber ingreso en la orgía del yo si ese yo no ha accedido antes a la masturbación. Mientras que no ha violado el esquema binario de la acción sexual-política, no habrá forma de que ese sujeto entre en orgía. De manera que hay que reforzar los cimientos de nuestra lujuriosa orgía, a partir de las políticas masturbatorias. Esto es, la celebración de la presencia del yo en las prácticas.
Abundaré en infinitivos. Que no quepan dudas. Esto es nuestro plan de acciones. Esta es nuestra forma de tomar las armas.



Desear. Empecemos por aquí. Ludditas Sexxxuales define al deseo como la acción de “posibilitar los instrumentos para relaciones polimorfas, variadas, sin programa, sin necesidad ni apuro. El futuro no está escrito: Ser amigas, hacer cosas por qué sí, por la pura pérdida, oponerse a la dialéctica hegeliana de la dignidad del trabajo y de la creación de un sujeto revolucionario.”
Esta acción-de-desear quizás sea la que mayormente se acomode a nuestro hacer.  Escapar a las formas predeterminadas de la amistad, el compañerismo académico y el vínculo militante. Desecharlos. Tirarlos a la basura. Crear nuevas formas. Invadir de maneras polimorfas nuestras relaciones. Para ello necesitamos juntarnos a leer a Sartre, al mismo tiempo que podemos juntarnos a hacer un mural. No quedarnos quietos en ninguno de los papeles. Movernos de ellos. Regresar al hacer porque sí. Crear libros en máquina de escribir solo porque nos gusta. Decorar nuestras casas subrayando lo especiales que somos. Reconocernos especiales. Creérnosla.
Solo escapando de la dinámica de la utilidad podemos atacar al capitalismo inscripto en nuestras propias maneras de pensar.
Masturbarse rompe con el negocio de los cuerpos. No hay cuerpo a concebir, y la producción de la carne se ve dañada en su pérdida de materia prima.
Así, ya en nuestra orgía podemos ser ‘amigas porque sí’. Ese es el primer paso de nuestra tarea de desmontaje.
Pero sí desear es una actividad de posibilitación y horadación, entonces debemos hacer que nuestro deseo nos mueva a generar vínculos. Pedir números de teléfonos, agregar a Facebook, hablar, relacionarnos.  Trabajar con quien deseamos trabajar.

Fugar. El siguiente paso con nuestros cuerpos es entrar en fuga.
Fugar en un sentido social. No importarnos el pensamiento de los medios masivos. Cagarnos en la existencia de medios masivos. No leerlos. No verlos. Fugar nuestro pensamiento de su existencia y vivir hoy en el mundo que queremos. Adaptar a nuestros cuerpos a ese mundo que queremos y vivirlo. Olvidar quien es preside la nación, la provincia, la ciudad. Borrar las fronteras de esos estratos.
Migrar los relatos sobre la vida a los libros que estamos leyendo. A la literatura. A lo que nos cuentan al llegar a Barriletes. A lo que la vecina nos dice que ha pasado. Tomar acciones en esos relatos, y no en otros.
Y más que nada, fugar nuestros cuerpos leyendo literatura. Hacer que este mundo tenga la misma estatura imaginaria de todos ellos. Restarle importancia, para sumar importancia al jardín que estamos construyendo. Hacer un jardín.
Y desde ese nuevo territorio afectar al otro. Provocar su permanente deseo, su permanente puesta en fuga. Tocarlo. Abrazarnos. Regalarnos poesía. Que preguntarnos cómo estamos importe más que militar. Que militar sea preocuparse por el otro. Afectar uno a otro, una y otra vez.

Solo con nuestros cuerpos predispuestos de esa manera podemos entrar en poesía. Este es el punto más importante. Solo entonces habremos alcanzado a estar en otro sitio y comenzar la tarea de migrar toda nuestra vida a ese lugar.
Solo cuando hemos entrado en poesía comienza nuestro hacer.
Y una vez comenzado ese hacer comienza nuestra práctica de archivo. Archivemos. Escribamos nuestras prácticas. Publiquémoslas en blogs. En revistas. En trabajos de la facultad. Hagamos muchos papeles. Saquemos fotocopias. Hagamos libros. Creemos memoria de lo que hacemos. Las cosas pueden olvidarse. El olvido existe. Por eso, archivemos.
Este es un papel de archivo. Donde hay opresión hay una guerra. Esta es nuestra toma de armas. Este es mi deseo de archivar esa toma de armas.