domingo, 27 de octubre de 2013

Devenir imaginistas



Desde la noche del jueves que estoy dando vueltas a la idea de escribir. Sin embargo, siempre me quedaba en silencio ante la hoja en blanco. No encontraba la manera de empezar. 
Y tratar de rodear con otras palabras este poema parece ser el envío necesario para que estas finalmente fluyan. 
La noche pasada vimos con mamá una película, con China Zorrilla. En esa película, Luis Brandoni es un médico sin muchas esperanzas en el mundo que decide salvarse tratando de tratar a un enfermo humanamente. El film se llama Darse cuenta, y en algún sitio de el hay un profesor, escaleras y silencio. Escena en la que este profesor señala: "Y para llegar a algún lugar vas a tener que caminar. Que no se den cuenta".
Y uno se ve tentado a pensar este trabajo como una caminata silenciosa. Al fin y al cabo, cuando más ruido hicimos este jueves por la tarde nadie se acercó de todos modos. Quizás sea porque, insisto en una vieja obsesión, sean otros tipos de redes, ángeles, vínculos, cartografías y mundos los que toquemos al caminar silenciosamente. 
Hace unos meses, en una mañana de invierno con frazadas y café con leche decidimos que nos llamaríamos imaginistas. Lo decidimos y, por mutuo y mudo acuerdo, jamás volvimos a mencionar mayormente la palabra. Menos en público. Algo de ese "que no se den cuenta" nos rodea. E incluso rodea nuestras alegremente inventadas y oblicuas maneras de ser. 
Imaginistas es una palabra robada, saqueada, que nos ha importado tan solo por su condición de ies y ges saltarinas. 
El imaginismo es un oficio, sí. 
¿Quién trabaja llenando los panaderos para que los podamos soplar? ¿Les gustaría, en serio les gustaría, ser de esos que trabajan alimentando a los peces de los iris de los ojos? ¿Quién se encarga de susurrarle a la luna que se corra de entre las nubes? ¿Quién cocina en un horno todo azul los trescientos veintidós susurros que se dicen en Paraná cada día? ¿Quién describe el vuelo de las mariposas? ¿Quiénes se encargan de cartografiar la luz para que no se nos pierda, para que nosotros no nos perdamos de ella? ¿Quién mezcla todas las consonantes con todas las vocales al amanecer? ¿Quién afloja los tornillos de las enes y las emes para que todo se coloree? 
Todos nuestros trabajos son pequeños. Transcribir un poema. Leer un cuento. Guardar un dibujo. Hacer una pregunta. 
Por ende, nosotros no sabemos quiénes hacen todas esas cosas. Pero en un mundo donde las identidades se resuelven y envuelven en “lo que hacemos”, nosotros queremos hacer estas cosas. Y es en ese hacer donde nos encontramos.
Sin embargo, creo que hay puntos donde nos hemos fugado del oficio mismo y a partir de el hemos devenido. Devenir imaginistas implica, según dicen, que el cuerpo duela para transformarse. Ya que los imaginistas creemos que no hay otra revolución posible que el cambio de la vida y que la rebelión será, necesariamente, volvernos la rosa. Tener subjetividades poéticas es devenir imaginistas. 
Esta tarde, por ejemplo, cuando Franco, hubo quien dijera nosotros te vamos a ayudar. Y hubo quien pudiera pedir a otro que de un abrazo a un niño –ojalá que nunca, nunca, falte a quien pedir que dé un abrazo a un niño. Hubo que entender que abrazar puede ser violento. Que no siempre estamos preparados para abrazar, como que nacer no basta para habitar este mundo. Hubo formas, gestos, señales y envíos que evidenciaron, esta tarde cuando Franco, que existen líneas, redes, que nos subyacen y conectan. 
Pienso en esto: Una estudiante de filosofía a punto de recibirse toma un niño entre sus abrazos y lo aprieta para que no golpee a otro. Ella hace fuerza; seguramente, ella es golpeada. Una estudiante de letras de diecinueve años que se esfuerza por darse un sitio dentro de este mundo, cose en su casa de Crespo las tapas de un libro de poemas. Alguien se para y escribe ¿qué es volvernos una rosa? Una chica que jamás tuvo que ver con los movimientos “populares” va a una institución que retiene jóvenes menores de edad con problemas con la ley y lee. Una chica se sienta en una escuela paranaense a hablar con un niño sobre qué es hacerse preguntas.
Conjugaciones, tonos, de la subjetividad inusitados. Archipiélagos de nuestro cuerpo jamás visitados. Modulaciones de nuestra voz poco usadas. Afectaciones de nuestro ser desconocidas. Formas todas de la rebelión.
Si lo que hay que cambiar en el fondo es la vida, debe caber dentro de nuestro desafío el cambio de nuestras formas de habitar el mundo. Rehacernos en el hacer. Amasar todas nuestras palabras de nuevo o, acaso, por vez primera. 
Los imaginistas somos quienes caminamos dentro de instituciones que poco saben -o quizá algo sospechan- de nuestra condición. Buscamos a niños y grandes para nos digan palabras porque las necesitamos. Porque necesitar palabras es reconocerse incompletos. Porque buscarlas implica horadar el mundo. 
Quienes hemos, de repente, una mañana como cualquier otra tan nubes al oeste, devenido imaginistas nos despertamos con una mancha azul, naranja, amarilla o turquesa sobre nuestras espaldas. 
Los imaginistas creemos que la poesía es una forma de ser y estar en el mundo. Y por eso luchamos para que esa sea la manera de existir nuestra y de otros. 
Andamos con nuestra micropolitica poética por las calles y nos enfrentamos al dolor, sí, porque justamente no nos hemos creídos los discursos fáciles. No somos tontos, pero esta es la más genuina forma de lucha que hemos hallado en medio de una hegemonía. 
Y la única manera de rehacernos. De dolernos. De decirnos. De volvernos la rosa.

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