Desde la noche del jueves que estoy dando
vueltas a la idea de escribir. Sin embargo, siempre me quedaba en silencio ante
la hoja en blanco. No encontraba la manera de empezar.
Y tratar de rodear con otras palabras este
poema parece ser el envío necesario para que estas finalmente fluyan.
La noche pasada vimos con mamá una película,
con China Zorrilla. En esa película, Luis Brandoni es un médico sin muchas
esperanzas en el mundo que decide salvarse tratando de tratar a un enfermo
humanamente. El film se llama Darse cuenta, y en algún sitio de el hay un
profesor, escaleras y silencio. Escena en la que este profesor señala: "Y
para llegar a algún lugar vas a tener que caminar. Que no se den cuenta".
Y uno se ve tentado a pensar este trabajo
como una caminata silenciosa. Al fin y al cabo, cuando más ruido hicimos este
jueves por la tarde nadie se acercó de todos modos. Quizás sea porque, insisto
en una vieja obsesión, sean otros tipos de redes, ángeles, vínculos,
cartografías y mundos los que toquemos al caminar silenciosamente.
Hace unos meses, en una mañana de invierno
con frazadas y café con leche decidimos que nos llamaríamos imaginistas. Lo
decidimos y, por mutuo y mudo acuerdo, jamás volvimos a mencionar mayormente la
palabra. Menos en público. Algo de ese "que no se den cuenta" nos
rodea. E incluso rodea nuestras alegremente inventadas y oblicuas maneras de
ser.
Imaginistas es una palabra robada, saqueada,
que nos ha importado tan solo por su condición de ies y ges saltarinas.
El imaginismo es un oficio, sí.
¿Quién trabaja llenando los panaderos para
que los podamos soplar? ¿Les gustaría, en serio les gustaría, ser de esos que
trabajan alimentando a los peces de los iris de los ojos? ¿Quién se encarga de
susurrarle a la luna que se corra de entre las nubes? ¿Quién cocina en un horno
todo azul los trescientos veintidós susurros que se dicen en Paraná cada día?
¿Quién describe el vuelo de las mariposas? ¿Quiénes se encargan de cartografiar
la luz para que no se nos pierda, para que nosotros no nos perdamos de ella?
¿Quién mezcla todas las consonantes con todas las vocales al amanecer? ¿Quién
afloja los tornillos de las enes y las emes para que todo se coloree?
Todos nuestros trabajos son pequeños.
Transcribir un poema. Leer un cuento. Guardar un dibujo. Hacer una
pregunta.
Por ende, nosotros no sabemos quiénes hacen
todas esas cosas. Pero en un mundo donde las identidades se resuelven y
envuelven en “lo que hacemos”, nosotros queremos hacer estas cosas. Y es en ese
hacer donde nos encontramos.
Sin embargo, creo que hay puntos donde nos
hemos fugado del oficio mismo y a partir de el hemos devenido. Devenir
imaginistas implica, según dicen, que el cuerpo duela para transformarse. Ya
que los imaginistas creemos que no hay otra revolución posible que el cambio de
la vida y que la rebelión será, necesariamente, volvernos la rosa. Tener
subjetividades poéticas es devenir imaginistas.
Esta tarde, por ejemplo, cuando Franco, hubo
quien dijera nosotros te vamos a ayudar. Y hubo quien pudiera pedir a otro que
de un abrazo a un niño –ojalá que nunca, nunca, falte a quien pedir que dé un
abrazo a un niño. Hubo que entender que abrazar puede ser violento. Que no
siempre estamos preparados para abrazar, como que nacer no basta para habitar
este mundo. Hubo formas, gestos, señales y envíos que evidenciaron, esta tarde
cuando Franco, que existen líneas, redes, que nos subyacen y conectan.
Pienso en esto: Una estudiante de filosofía a
punto de recibirse toma un niño entre sus abrazos y lo aprieta para que no
golpee a otro. Ella hace fuerza; seguramente, ella es golpeada. Una estudiante
de letras de diecinueve años que se esfuerza por darse un sitio dentro de este
mundo, cose en su casa de Crespo las tapas de un libro de poemas. Alguien se
para y escribe ¿qué es volvernos una rosa? Una chica que jamás tuvo que ver con
los movimientos “populares” va a una institución que retiene jóvenes menores de
edad con problemas con la ley y lee. Una chica se sienta en una escuela
paranaense a hablar con un niño sobre qué es hacerse preguntas.
Conjugaciones, tonos, de la subjetividad
inusitados. Archipiélagos de nuestro cuerpo jamás visitados. Modulaciones de
nuestra voz poco usadas. Afectaciones de nuestro ser desconocidas. Formas todas
de la rebelión.
Si lo que hay que cambiar en el fondo es la
vida, debe caber dentro de nuestro desafío el cambio de nuestras formas de
habitar el mundo. Rehacernos en el hacer. Amasar todas nuestras palabras de
nuevo o, acaso, por vez primera.
Los imaginistas somos quienes caminamos
dentro de instituciones que poco saben -o quizá algo sospechan- de nuestra
condición. Buscamos a niños y grandes para nos digan palabras porque las
necesitamos. Porque necesitar palabras es reconocerse incompletos. Porque
buscarlas implica horadar el mundo.
Quienes hemos, de repente, una mañana como
cualquier otra tan nubes al oeste, devenido imaginistas nos despertamos con una
mancha azul, naranja, amarilla o turquesa sobre nuestras espaldas.
Los imaginistas creemos que la poesía es una
forma de ser y estar en el mundo. Y por eso luchamos para que esa sea la manera
de existir nuestra y de otros.
Andamos con nuestra micropolitica poética por
las calles y nos enfrentamos al dolor, sí, porque justamente no nos hemos
creídos los discursos fáciles. No somos tontos, pero esta es la más genuina
forma de lucha que hemos hallado en medio de una hegemonía.
Y la única manera de rehacernos. De dolernos.
De decirnos. De volvernos la rosa.
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