viernes, 6 de diciembre de 2013

La torre de los cubos / Laura Devetach

“Mi tren es un gusano amarillo y rojo”, pensó Irene. “Chucuchuf, chucu-chuf, chucu-chuf”.
    La hilera de cubitos se deslizaba sobre los mosaicos pulidos. La niña los empujaba de atrás salpicando el piso con un poco de saliva cada vez que decía “chucu-chuf”.
    Mamá no estaba. Tardaría en regresar trayendo su aromática bolsa llena de frutas y verduras. Cuando volviese, Irene la saltaría clavaría los dientes en el jugo abultado de las uvas. Entre tanto, armaba cosas con sus cubitos amarillos y rojos, y hablaba con ellos mientras sentía el frío de los mosaicos.
    “Haré una torre inmensa como una víbora parada con la cola”.
    Pero la idea le pareció un poco simple y decidió hacerle una ventana en el medio, como si la víbora se hubiese tragado una uva de las que traía mamá. Pero una uva del tamaño de una manzana.
    Rojo, amarillo, rojo, amarillo, uno, dos, siete, ocho. Ahora, cuidadosamente, una tablita plana en equilibrio. Sobre la tablita, un cubo en cada extremo. Sobre los dos cubitos, otro uniéndolos y otra vez rojo, amarillo, rojo, amarillo. La ventana estaba lista en el medio de la torre. Era así, chiquita. Como para que se asomase una persona del tamaño del dedo pulgar de Irene. La torrecita temblaba de miedo de romperse, pero se mantenía firme.
    Justo cuando Irene colocaba con suavidad el último cubo se le ocurrió la idea de mirar a través de la ventana.



    Primero parpadeó tres veces. Luego, cinco; porque del otro lado una cabra le sacó la lengua. Irene dio vueltas alrededor de la torre, pero sólo veía mosaicos y los cubos que habían sobrado.
    Se agachó nuevamente, espiando por el agujerito, y la cabra le dijo: “¡Meee!”. Irene no sabía que pensar. Espió de nuevo. Había colinas azules y muchísimos durazneros en flor. Las cabras blancas subían y bajaban por un montañita de todos colores.
    Detrás de la ventana Irene no veía nada. Solo su aburrido piso de mosaicos. Delante de la ventana tampoco. Irene intentó pasar una pierna por el agujero, pero la punta de su zapato era demasiado ancha. ¿Y sus piernas? ¿Y su cintura? ¿Y su gran cabezota amarilla? No, no podría pasar, ni podría jugar con las cabras en las hermosas colinas.
    Metió un dedo y una cabrita se lo lamió. Irene lo retiró asustada. Dio varias vueltas a su alrededor de su torre, pero no encontró nada nuevo.
    El vendedor de tortas, después de esperar largo rato que le abrieran la puerta de calle, entró y le ofreció una riquísima masa cuadrada cubierta de azúcar.
    --No—le dijo Irene, apurada porque se fuera para poder seguir mirando por la ventana de la torre.
    --¿No?—preguntó el viejo--, siempre te gustaron, ¿por qué hoy no?
    --Estoy ocupada. Tengo que mirar por la ventana de mi torre.
    --¿De esa torre?
    El índice color madera señalaba la finísima torre de Irene.
    --Sí, es una torre muy rara. Tiene cabras y colinas azules adentro. Me gusta más que tus tortas de azúcar.
    --¿Puedo ver yo también?
    El viejo dejó su canasto dulce en el suelo y de rodillas espió por la ventanita.
    --¡Ja ja!—rió--. Estas cabras son muy maleducadas.
    --¿Dónde están? ¿Podrías decirme dónde están? Detrás de la torre no hay nada, delante tampoco. Yo no puedo atravesar ese agujero.
    --¡Humm…!—meditó el viejo, agachado frente a Irene. Su rostro misterioso se mostraba preocupado--. ¿Probaste pasar por sobre la torre?
    --¡Pero es muy alta!—se quejó Irene--. ¿No te parece que es la torre más alta del mundo?
    --Tal vez… Podrías voltearla al pasar por encima, pero no hay otra solución. Sólo así llegarás a las colinas y a los durazneros.
    Irene se tomó la pollera con la punta de los dedos. Con el vértice de sus piernas rozó el último cubito. La finísima torre se estremeció, como de frío, y quedó quieta nuevamente. Irene hizo un saludo al viejo y se puso a saltar por las colinas azules mientras las cabras la miraban muy serias.

    Era un verano tierno, de durazneros. Era un cielo liso como dibujado en la arena por la palma de una mano. Eran unas briznas de lenguas mojadas y allá, a lo lejos, enroscando humaredas desde las chimeneas, un grupo de casitas.
    En Pueblo Caperuzo todos tomaban el té con miel a las cinco de la tarde. Aquella miel era como una buena palabra. Irene la extendió suavemente sobre el pan blanco y la comió mientras oía cosas maravillosas.
    Los caperuzos eran duendes cubiertos con enormes capuchas de colores. Festejaron con pan y con miel la llegada de Irene.
    --Nosotros defendemos —explicaron--, defendemos al que lo necesita.
    --¿A mí, cuando los chicos quieren pegarme?
    --No, porque eso no es importante. Vos tenés fuerza para defenderte sola e inteligencia para resolver tus problemas. Nosotros defendemos otras cosas.
    --¿Qué?—preguntó Irene, no muy conforme con los caperuzos.
    --Defendemos a los negros, cuando los blancos los desprecian. Les susurramos al oído: “Negro, negro, tu cuerpo es brillante como la piel de la manzana, tu cuerpo es bueno y buena, tu cabeza. Tus manos son raíces que fuera de la tierra morirán. Hay que enterrarlas, aquí, y crecer y transformar los jugos del mundo para dar frutos. Negro, negro-así les decimos-, hay que trabajar y aprender y enseñar hasta que cada brizna del campo reconozca tu buen cuerpo brillante como una manzana”. Así les decimos. También el blanco nos oye. Sentados en su hombro tintineamos sin cesar. El laberinto de su oreja es tobogán para nosotros, para que podamos caer dentro de su cabeza clara. “Blanco, blanco –le decimos-, que el fino papel que te envuelve no te diferencie de otro hombre. El pan en que hincas el diente es igual al del otro”.
    Irene recordó a sus compañeros oscuros. Pedro, por ejemplo, el hijo de la lavandera. Nunca le había contado que los caperuzos le hablaban al oído. ¿Y ella? ¿Los había escuchado alguna vez? Sí, claro. Ahora recordaba.
    Los duendes de colores la llevaron a las colinas azules. Colgaban de los durazneros ligeros columpios, en los que Irene se hamacó riendo. La boca se le llenaba de viento con sabor a té.
    Subieron después a delicados botecitos pardos, hechos con cáscaras de nueces y castañas. Meciéndose en el agua color membrillo, Irene aprendió nuevas canciones de cuna.
    El sol era un jugo lento sobre las colinas azules; Irene pasó toda la tarde conociendo maravillas. Aprendió a hacer delicadas torres de arena, a llamar a los peces rojos, a remontar barriletes desde los botecitos pardos.
    Cuando cayó la noche, las aguas color membrillo se pusieron más intensas y un incendio de estrellas se volcó en la superficie de las colinas.
    Las casitas seguían enroscando humaredas con sus chimeneas. Al acercarse al pueblo dejaron atrás el claro garabato de los durazneros.
    En una de las casitas, Irene tomó chocolate y después ayudo a sacar las tazas a papá caperuzo. Este era tan alegre que la niña temía que rompiese las hermosas tacitas y los platitos delicados.
    --Siem-pre-la-vo-los-pla-tos-pa-ra-a-yu-dar-a-ma-má—cantó el papá caperuzo bailotenado con el repasador blanco colgado del brazo. Mamá caperuza sonreía mientras adornaba con azúcar unas hermosas tortas calientes.
    Irene se sentía feliz allí. El olor a pan y a durazneros le llenaba el cuerpo. Las casitas caperuzas eran pepitas de luz suspendidas entre las colinas. Cuando regresara a casa le diría a mamá que tratasen de vivir como los caperuzos; así de contentos, por lo menos. Le diría a papá que de vez en cuando sacasen entre los dos los platos, hiciesen tortas morenas cubiertas de azúcar y echasen a mamá de la cocina, para luego darle una sorpresa. ¡Tenía tantos papeles en su portafolios, papá! ¡Y hablaba siempre de cosas tan serias! Así no podían estar contentos. Papá estaba muy poco en casa.
    Irene cantó una alegre canción con los caperuzos y luego pensó que debía regresar.
    Un pequeñito apilaba cubos dorados. Al mirar por la ventana de la torre, Irene vio a mamá que la buscaba por la casa. Sus aromáticas bolsas de frutas y verduras estaban en el piso, junto a los cubitos amarillos y rojos.
    Se levantó la pollera y el vértice de sus piernas rozó apenas la torre dorada. Con los dedos en manojo arrojó un beso para los caperuzos y corrió a morder el jugo de las abultadas uvas de mamá. Estaba segura de que, si se lo proponía, su casa sería muy pronto una casa de caperuzos.

                         1966-Laura Devetach.

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