Taller sobre Mediación de lectura
Biblioteca
Provincial de Entre Ríos
22/Noviembre
de 2013
Hace un tiempo, cuando debía escribir sobre las experiencias de
mediación llevadas a cabo en Barriletes,
dije que eran momentos en que se había entrado y salido de otros mundos. Si me
disculpan, quiero volver sobre ese párrafo y ovillarme en mis propias palabras,
para luego sí convocar a otras. Decía, entonces:
Hay momentos que parecen estar
hechos de agua. O de viento. No lo sabemos exactamente. La única certeza que
tenemos mientras los vivimos es que no parecen estar hechos de la misma materia
que parece estarlo el resto del tiempo, del mundo.
A veces, los lunes a la tarde,
cuando con Milena nos hemos encontrado con los chicos, eso parece suceder.
Momentos de ese tipo. Y luego, camino a casa, en los colectivos, en las
garitas, o caminando bajo un silencio cómplice nos moviliza la certeza de que
hemos entrado y salido de otro mundo.[1]
¿Por qué esa insistencia en la mediación como acto de salto, de
tráfico, de ingreso en otro mundo? Le pregunto eso a mi escritura, a la forma
en que escribimos, en que leemos las experiencias que hemos vivido. Las formas
que alcanzamos a encontrar para nombrar lo que nos sucede.
Retomando –y amasando- la metáfora gelmaniana que inauguró estos
encuentros, nos vemos obligados a pensar nuestra práctica como viaje. Ese viaje
hacia el poema deja, necesariamente, huellas. La búsqueda minuciosa de esas
huellas hacen a este momento particular del taller.
En ese sentido, este apunte tendrá la particularidad de centrarse
en experiencias –en escenas- de
mediación. Llamamos a estas “escenas” en la medida que implican un escenario y
una presencia allí. Estas escenas provienen del recuerdo de mediadoras del
equipo y propondremos líneas de reflexión a partir de ellas.
De esta manera, queremos completar la experiencia vivida este
viernes. Experiencia en la cual leímos y escuchamos textos. A su vez,
acompañamos este aporte de un texto que nos continúa pareciendo clave para
pensar la figura del mediador de lectura: La cuarta jornada de Nuevos acercamientos a los jóvenes y la
lectura (1999) de Michèle Petit. Libro sobre el cual volvemos en esta
ocasión.
La gran ocasión
La primer
voz que buscaré en mi ayuda es la de Milena. La voz de Mile está cerca,
siempre. Una voz cotidiana, y por ello con hermosura de pájaro que no sabe que
es pájaro. Milena tiene 19 años, estudia Letras en la Facultad de Humanidades y
Ciencias de la UNL. Le gustan mucho las novelas de Puig y de Milan Kundera-ya
no sé cuántas ha leído este año. Amigos por el viento, con Mile comenzamos este
año el taller barriletero con los niños de Villa Mabel. Su sonrisa y sentido de
la justicia bastan para olvidar las penas del mundo.
Le pedí que
contara, para estas hojas, algunas escenas de mediación que haya vivido. Ella
nos las comparte como quien corta el pan:
No sé por qué elijo estas
experiencias, tal vez porque fueron de esas que parecen de algodón, y hacen
cosquillitas al corazón. Porque me hicieron reflexionar sobre la tarea del
mediador, y me mostraron que es posible edificar esos puentes con el otro, para
saltar juntos al charco y habitar, por el rato que se quiera, esa frontera
indómita.
La primera es del año pasado,
mientras compartía el taller con los chicos del barrio “La boca” en Santa Fe.
Ese jueves a la tarde, habíamos tomado del cajón de los juguetes a la palabra
“disparate”. Leímos el Poema al tomate de Elsa Bornenman y luego hicimos un cadáver,
exquisito por supuesto. Mientras lo hacíamos tomábamos tereré y los chicos me
mostraban su aula, cuya puerta del fondo, nos dejaba ver directamente al río.
Ahí en la orillita leímos nuestro texto colectivo. Y después, me fui a esperar
el primer cole de vuelta. Cuando estaba esperando que llegue el 13, el segundo
cole de la combinación, Iara, una de las nenas que estuvo en el taller, viene
corriendo a entregarme una hoja con una historia, que escribió en su casa, y
ahora me quería regalar.
Después, nos subimos al cole y
durante el camino, mirando a un lado el río chocolate, jugábamos a inventar
rimas, como la de aquel disparate en donde se mató un tomate.
Ese día nos escondimos debajo de
la silla, para hacerle compañía a princesa lechuga y la rana.
Ella
era la princesa lechuga, siempre despeinada
y
nunca estaba lavada.
En
una silla doblada,
caminaba
sentada
con
una rana
en
una gran rama
con
muchísimas hojas.
Miraba
asustada y se escondió debajo de la almuadaa
asustada
corría y se escondió debajo de la silla.
La
rana asustada también se escondió debajo de la silla.
Para
evitar el miedo.
Se
escondió por el miedo a la oscuridad y a las sombras.
La
rana y la princesa se escondieron bajo la silla
para
contar historias y ija! ija!
(Cadáver exquisito de los chicos
del taller en la escuela N° 18 de “La boca”)
Tiempo de algodón. Graciela Montes insiste con sencillez y dulzura
en que el tiempo leído es más tiempo:
“se me hace que esos momentos fueron muy largos”[2].
Supongo –esto debemos preguntárselo a Mile, conocedora de los tiempos de
algodón- que un momento algodonoso debe ser más lento. Y el espacio se debe
ensanchar como cuando, antes de lavarnos una herida, estiramos el algodón.
Como bien nos señala Mile, no se puede vivir momentos de algodón
sin cosquillas. Y fíjense, miren bien, qué dulce forma de invitarnos al cambio.
No es desde la necesidad de movilizarnos, marchar, o incluso decir luchar que se nos invita al movimiento.
Se nos invita a movernos desde las cosquillas. A que el cosquilleo mismo sea el
que nos haga ir hacia otro sitio, cambiar de silla, caernos de la cama.
Evidentemente, las experiencias, el hacer,
define en cierta medida la forma de pensar política de quien luego reflexiona
sobre ello.
Ahora bien, vayamos más adentro. Si vemos la escena nos podemos
dar cuenta la superposición de márgenes que en ella se dan. Por un lado, el
periférico barrio santafesino de La Boca.
Situado después de Alto Verde, y a la vera del río. La mediadora ha visto la
necesidad de moverse de su sitio para desde allí pensarse un cuerpo y unas
prácticas otras. A su vez, esa forma de ocupar la escuela luego de la escuela, encima otra forma de la
marginalidad de la tarea. Ahí estamos en presencia de una grieta.
Y en la grieta textos. Llevar textos allí. Como quien construye un
jardín. Textos. Nunca nos olvidemos de
los textos. El Poema del tomate en
este primer recuerdo, y Dailan Kifki en
este recuerdo que sigue, protagonizan parte de la escena. Los textos importan.
No da lo mismo que esa novela haya sido Dailan
Kifki que alguna versión de Elige tu
propia aventura. Hay que “codiciar el texto”. Ingresar a el debe ser, en
algún momento, difícil. Hay que, necesariamente, viajar.
Que las palabras de Mile nos sigan haciendo ruido:
La segunda habla un poco de lo
que dijimos el jueves. De que no debemos llevar y leer un texto que no hayas
leído antes, que no te haya hecho alguna cosquillita. Y justamente, estábamos
en la Escuela Hogar, con los chicos de quinto, haciendo un poema
colectivo. Mientras algunos anotaban
palabras en un gran afiche, y jugaban con ellas, yo agarré a Dailan Kifki. Ese
librito, desde que leímos unos capítulos con Kevin, me provocó algo. Lo
recuerdo cada vez que veo un malvón.
Me senté al lado de una de las
chicas que me preguntó que podía dibujar. Yo le dije que tal vez acá
encontrábamos algo. Así que empecé a leer. Y juntas reímos imaginando lo
difícil que debe haber sido para esa nena, adoptar un elefante de mascota y de
la ternura con que Dailan Kifki recostaba con su trompa a la tía desmayada. Esa
fue una gran ocasión, en dónde juntas escuchamos lo que ese gran otro mundo
tenía para contarnos.
Dar de leer
Quiero contar momentos de gracia
que hemos pasado en la Casa del Adolescente… El primero que se me viene a la
cabeza es cuando leímos “Carta a una señorita en París” de Cortázar. Los chicos
conocen esa obsesión que tengo por este autor y no podía quedar afuera de la
mediación. Estábamos casi todos en el comedor. Un banquito habíamos puesto en
la pared, debajo de la ventana, Víctor estaba sentado de un lado y Cristian del
otro, los dos mirando como hipnotizados el libro y atentos a que no se escapase
ningún conejito. Pedro, Martín, Santiago y Jonatán estaban sentados en la mesa.
Mientras iba contando el relato, algunos se iban y volvían. Pero siempre
llegaban en el momento exacto cuando algún dibujo se pintaba con la mano en el
aire. Las palabras flotaban. Las risas y los asombros eran continuos y no
faltaba momento para que salte uno diciendo: “está re fumado”. No podían creer
que el tipo vomitase conejos y los metiese en el ropero para que no se escapen.
Después de terminado el cuento, ya como una
especie de ritual, me saca el libro de las manos al que más le interesó y se lo
lleva como si fuera un bichito raro para analizar., lo pone sobre la mesa, casi
que pega la cara contra el libro y lo husmea de adelante para atrás, de atrás
para delante, de arriba abajo, y de abajo arriba.
Quien ha hablado es Sofía. Estudia Letras como Mile, y hace un
tiempo le obsesiona pensar la escritura dentro de contextos de encierro. Su
taller se realiza los sábados por la tarde en la Casa del adolescente. Sofía
tiene en su casa un duende, es buena escuchando en las madrugadas y siempre hay
al borde de su mesa, y de su oído, un poco de café con leche.
Y le obsesiona Cortázar. ¿Está bien llevar las propias obsesiones
al taller? ¿Es justo?
Entre nos, hice trampa. Son preguntas que no tienen respuesta
necesariamente... O son preguntas que no son justas porque parten de supuestos
que, quizás, quizás, no sean del todo justos ellos. Los he escrito en todo caso
para incomodar. Y la incomodidad de ellos se las dejo a ustedes.
Viremos la mirada en el recuerdo. Pensemos en esa mediadora que
sigue contando aunque vayan y vengan. Que en ese ruido continúa agregando su
voz. Eso es una mediadora segura. Pensemos en ese chico que se lleva el libro.
A él se le ha dado de leer.
Otro momento de gracia, que fue
uno de los primeros en este año, cuando arrancábamos con el taller. Estábamos
Jonatán, Fernando, Víctor, Agustín y yo. No había más chicos en la casa. Fuimos
al patio, (en ese entonces nos dejaban salir porque éramos poquitos) y nos
sentamos sobre la mesa gigante de cemento entre medio de los árboles de tipa.
Había llevado a Paco Urondo con un poema que se llama “La verdad es la única
realidad”, no tenía el libro ni lo tengo, pero con una hojita ese día tumbamos
los muros y pudimos ir más allá de las rejas. Lo mejor es que no necesitamos
serrucho alguno. Mientras lo iba leyendo, en un momento los chicos se habían
incomodado mucho y luego de terminado el poema me Jonatán me dijo: “acá adentro
no se puede ser feliz, nadie es feliz cuando está encerrado”. Ese día las risas
no florecieron, pero sí fue un momento en el cual el silencio y las caras
pensativas de los chicos calaban el aire. Después de eso, Fernando se alejó y
empezó a escribir, Jonatán se fue, Víctor miraba hacia el vacío y Agustín se
llenó de preguntas.
Hospitalidad
Qué regalarle a alguien que viaje.
Qué darle a alguien que impulsamos nosotros a un viaje hacia el poema. La única
respuesta que, desde este equipo hemos hayado es la hospitalidad. Para ese
Agustín lleno de preguntas, un libro, un oído, una palabra toda redonda como la
palabra mundo. O la palabra pan. O aún mejor, toda llena de cabriolas como la
palabra amapola, o toda puntiaguda y acuosa como lirio.
La hospitalidad de cada uno de
nosotros en cada encuentro con los textos y con el otro será la hospitalidad de
la palabra. La hospitalidad del mediador es la hospitalidad del libro. Solo
cuando nosotros hemos escuchado, el poema puede escuchar(se). Nosotros somos el
primer texto a leer.
Sí. Esa es una responsabilidad. Pero la vamos a tomar como la
responsabilidad que tenemos al hornear una torta. Una responsabilidad con la
hermosa de lo que estamos tratando de hacer. La responsabiliad de parecernos a
la palabra amapola para decir amapola.
Construir, tejer, armar hospitalidades. Como esta que Sofía nos
cuenta y con la cual callamos por hoy:
El último momento que quiero
contar, se produjo hace poco, unas semanas atrás, cuando leímos con los
Sebastián, Víctor, Cristian y Esteban “El último piso” de de Santis. Estábamos
en el cuartito que pudimos conquistar en la casa para nuestro taller. Es como
una especie de refugio en la casa.
Volviendo al tema de la lectura,
este microrelato lo leímos entre todos y lo releímos. Creo que ese acto de
releer a los chicos les encanta, y descubren un poquito más que la primera
leída. Después de leerlo fue lo más significativo. Esteban se fue, pero quedamos el resto
alrededor de un escritorio que funciona como mesa, de un lado Victor y Esteban
sentados en un banco de plaza y del otro lado, Cristian y yo en un banco que
sacamos del comedor. Comenzamos a escribir y a dibujar un recuerdo para
regalarle al señor ascensorista. Entre mates, lapiceras y hojas, parecíamos
cuatro amigos de toda una vida, riéndonos sólo por el hecho de estar en
comunión alrededor de ese escritorio-mesa. Ese día había llovido y el agua
había entrado en la piecita, un poco de frío hacía; pero ese momento creo que
fue uno de los mejores que hubo en el taller.
Kevin Jones
/ Equipo de Mediación de lectura
[1] El taller literario como espacio poético.
Revista Barriletes. Septiembre 2013. Versión digital en http://www.barriletes.org.ar/2013/09/27/el-taller-como-espacio-poetico/
[2] En
“Scherezada o la construcción de la libertad. La frontera indómita. En torno a la construcción y defensa del espacio
poético. 1ª edición. Fondo de cultura económica. México:2001 p.20
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