jueves, 5 de diciembre de 2013

Escenas de mediación de lectura

Taller sobre Mediación de lectura
Biblioteca Provincial de Entre Ríos
22/Noviembre de 2013


Hace un tiempo, cuando debía escribir sobre las experiencias de mediación llevadas a cabo en Barriletes, dije que eran momentos en que se había entrado y salido de otros mundos. Si me disculpan, quiero volver sobre ese párrafo y ovillarme en mis propias palabras, para luego sí convocar a otras. Decía, entonces:

Hay momentos que parecen estar hechos de agua. O de viento. No lo sabemos exactamente. La única certeza que tenemos mientras los vivimos es que no parecen estar hechos de la misma materia que parece estarlo el resto del tiempo, del mundo. 
A veces, los lunes a la tarde, cuando con Milena nos hemos encontrado con los chicos, eso parece suceder. Momentos de ese tipo. Y luego, camino a casa, en los colectivos, en las garitas, o caminando bajo un silencio cómplice nos moviliza la certeza de que hemos entrado y salido de otro mundo.[1]

¿Por qué esa insistencia en la mediación como acto de salto, de tráfico, de ingreso en otro mundo? Le pregunto eso a mi escritura, a la forma en que escribimos, en que leemos las experiencias que hemos vivido. Las formas que alcanzamos a encontrar para nombrar lo que nos sucede.  
Retomando –y amasando- la metáfora gelmaniana que inauguró estos encuentros, nos vemos obligados a pensar nuestra práctica como viaje. Ese viaje hacia el poema deja, necesariamente, huellas. La búsqueda minuciosa de esas huellas hacen a este momento particular del taller.
En ese sentido, este apunte tendrá la particularidad de centrarse en experiencias –en escenas- de mediación. Llamamos a estas “escenas” en la medida que implican un escenario y una presencia allí. Estas escenas provienen del recuerdo de mediadoras del equipo y propondremos líneas de reflexión a partir de ellas.
De esta manera, queremos completar la experiencia vivida este viernes. Experiencia en la cual leímos y escuchamos textos. A su vez, acompañamos este aporte de un texto que nos continúa pareciendo clave para pensar la figura del mediador de lectura: La cuarta jornada de Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura (1999) de Michèle Petit. Libro sobre el cual volvemos en esta ocasión.





La gran ocasión

La primer voz que buscaré en mi ayuda es la de Milena. La voz de Mile está cerca, siempre. Una voz cotidiana, y por ello con hermosura de pájaro que no sabe que es pájaro. Milena tiene 19 años, estudia Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la UNL. Le gustan mucho las novelas de Puig y de Milan Kundera-ya no sé cuántas ha leído este año. Amigos por el viento, con Mile comenzamos este año el taller barriletero con los niños de Villa Mabel. Su sonrisa y sentido de la justicia bastan para olvidar las penas del mundo.
Le pedí que contara, para estas hojas, algunas escenas de mediación que haya vivido. Ella nos las comparte como quien corta el pan:

No sé por qué elijo estas experiencias, tal vez porque fueron de esas que parecen de algodón, y hacen cosquillitas al corazón. Porque me hicieron reflexionar sobre la tarea del mediador, y me mostraron que es posible edificar esos puentes con el otro, para saltar juntos al charco y habitar, por el rato que se quiera, esa frontera indómita.
La primera es del año pasado, mientras compartía el taller con los chicos del barrio “La boca” en Santa Fe. Ese jueves a la tarde, habíamos tomado del cajón de los juguetes a la palabra “disparate”. Leímos el Poema al tomate  de Elsa Bornenman y luego hicimos un cadáver, exquisito por supuesto. Mientras lo hacíamos tomábamos tereré y los chicos me mostraban su aula, cuya puerta del fondo, nos dejaba ver directamente al río. Ahí en la orillita leímos nuestro texto colectivo. Y después, me fui a esperar el primer cole de vuelta. Cuando estaba esperando que llegue el 13, el segundo cole de la combinación, Iara, una de las nenas que estuvo en el taller, viene corriendo a entregarme una hoja con una historia, que escribió en su casa, y ahora me quería regalar.
Después, nos subimos al cole y durante el camino, mirando a un lado el río chocolate, jugábamos a inventar rimas, como la de aquel disparate en donde se mató un tomate.
Ese día nos escondimos debajo de la silla, para hacerle compañía a princesa lechuga y la rana. 

Ella era la princesa lechuga, siempre despeinada
y nunca estaba lavada.
En una silla doblada,
caminaba sentada
con una rana
en una gran rama
con muchísimas hojas.
Miraba asustada y se escondió debajo de la almuadaa
asustada corría y se escondió debajo de la silla.
La rana asustada también se escondió debajo de la silla.
Para evitar el miedo.
Se escondió por el miedo a la oscuridad y a las sombras.
La rana y la princesa se escondieron bajo la silla
para contar historias y ija! ija!

(Cadáver exquisito de los chicos del taller en la escuela N° 18 de “La boca”)

Tiempo de algodón. Graciela Montes insiste con sencillez y dulzura en que el tiempo leído es más tiempo: “se me hace que esos momentos fueron muy largos”[2]. Supongo –esto debemos preguntárselo a Mile, conocedora de los tiempos de algodón- que un momento algodonoso debe ser más lento. Y el espacio se debe ensanchar como cuando, antes de lavarnos una herida, estiramos el algodón.
Como bien nos señala Mile, no se puede vivir momentos de algodón sin cosquillas. Y fíjense, miren bien, qué dulce forma de invitarnos al cambio. No es desde la necesidad de movilizarnos, marchar, o incluso decir luchar que se nos invita al movimiento. Se nos invita a movernos desde las cosquillas. A que el cosquilleo mismo sea el que nos haga ir hacia otro sitio, cambiar de silla, caernos de la cama. Evidentemente, las experiencias, el hacer, define en cierta medida la forma de pensar política de quien luego reflexiona sobre ello.
Ahora bien, vayamos más adentro. Si vemos la escena nos podemos dar cuenta la superposición de márgenes que en ella se dan. Por un lado, el periférico barrio santafesino de La Boca. Situado después de Alto Verde, y a la vera del río. La mediadora ha visto la necesidad de moverse de su sitio para desde allí pensarse un cuerpo y unas prácticas otras. A su vez, esa forma de ocupar la escuela luego de la escuela, encima otra forma de la marginalidad de la tarea. Ahí estamos en presencia de una grieta.
Y en la grieta textos. Llevar textos allí. Como quien construye un jardín.  Textos. Nunca nos olvidemos de los textos. El Poema del tomate en este primer recuerdo, y Dailan Kifki en este recuerdo que sigue, protagonizan parte de la escena. Los textos importan. No da lo mismo que esa novela haya sido Dailan Kifki que alguna versión de Elige tu propia aventura. Hay que “codiciar el texto”. Ingresar a el debe ser, en algún momento, difícil. Hay que, necesariamente, viajar.
Que las palabras de Mile nos sigan haciendo ruido:

La segunda habla un poco de lo que dijimos el jueves. De que no debemos llevar y leer un texto que no hayas leído antes, que no te haya hecho alguna cosquillita. Y justamente, estábamos en la Escuela Hogar, con los chicos de quinto, haciendo un poema colectivo.  Mientras algunos anotaban palabras en un gran afiche, y jugaban con ellas, yo agarré a Dailan Kifki. Ese librito, desde que leímos unos capítulos con Kevin, me provocó algo. Lo recuerdo cada vez que veo un malvón.
Me senté al lado de una de las chicas que me preguntó que podía dibujar. Yo le dije que tal vez acá encontrábamos algo. Así que empecé a leer. Y juntas reímos imaginando lo difícil que debe haber sido para esa nena, adoptar un elefante de mascota y de la ternura con que Dailan Kifki recostaba con su trompa a la tía desmayada. Esa fue una gran ocasión, en dónde juntas escuchamos lo que ese gran otro mundo tenía para contarnos.

Dar de leer

Quiero contar momentos de gracia que hemos pasado en la Casa del Adolescente… El primero que se me viene a la cabeza es cuando leímos “Carta a una señorita en París” de Cortázar. Los chicos conocen esa obsesión que tengo por este autor y no podía quedar afuera de la mediación. Estábamos casi todos en el comedor. Un banquito habíamos puesto en la pared, debajo de la ventana, Víctor estaba sentado de un lado y Cristian del otro, los dos mirando como hipnotizados el libro y atentos a que no se escapase ningún conejito. Pedro, Martín, Santiago y Jonatán estaban sentados en la mesa. Mientras iba contando el relato, algunos se iban y volvían. Pero siempre llegaban en el momento exacto cuando algún dibujo se pintaba con la mano en el aire. Las palabras flotaban. Las risas y los asombros eran continuos y no faltaba momento para que salte uno diciendo: “está re fumado”. No podían creer que el tipo vomitase conejos y los metiese en el ropero para que no se escapen.
       Después de terminado el cuento, ya como una especie de ritual, me saca el libro de las manos al que más le interesó y se lo lleva como si fuera un bichito raro para analizar., lo pone sobre la mesa, casi que pega la cara contra el libro y lo husmea de adelante para atrás, de atrás para delante, de arriba abajo, y de abajo arriba.


Quien ha hablado es Sofía. Estudia Letras como Mile, y hace un tiempo le obsesiona pensar la escritura dentro de contextos de encierro. Su taller se realiza los sábados por la tarde en la Casa del adolescente. Sofía tiene en su casa un duende, es buena escuchando en las madrugadas y siempre hay al borde de su mesa, y de su oído, un poco de café con leche.
Y le obsesiona Cortázar. ¿Está bien llevar las propias obsesiones al taller? ¿Es justo?
Entre nos, hice trampa. Son preguntas que no tienen respuesta necesariamente... O son preguntas que no son justas porque parten de supuestos que, quizás, quizás, no sean del todo justos ellos. Los he escrito en todo caso para incomodar. Y la incomodidad de ellos se las dejo a ustedes.
Viremos la mirada en el recuerdo. Pensemos en esa mediadora que sigue contando aunque vayan y vengan. Que en ese ruido continúa agregando su voz. Eso es una mediadora segura. Pensemos en ese chico que se lleva el libro. A él se le ha dado de leer.


Otro momento de gracia, que fue uno de los primeros en este año, cuando arrancábamos con el taller. Estábamos Jonatán, Fernando, Víctor, Agustín y yo. No había más chicos en la casa. Fuimos al patio, (en ese entonces nos dejaban salir porque éramos poquitos) y nos sentamos sobre la mesa gigante de cemento entre medio de los árboles de tipa. Había llevado a Paco Urondo con un poema que se llama “La verdad es la única realidad”, no tenía el libro ni lo tengo, pero con una hojita ese día tumbamos los muros y pudimos ir más allá de las rejas. Lo mejor es que no necesitamos serrucho alguno. Mientras lo iba leyendo, en un momento los chicos se habían incomodado mucho y luego de terminado el poema me Jonatán me dijo: “acá adentro no se puede ser feliz, nadie es feliz cuando está encerrado”. Ese día las risas no florecieron, pero sí fue un momento en el cual el silencio y las caras pensativas de los chicos calaban el aire. Después de eso, Fernando se alejó y empezó a escribir, Jonatán se fue, Víctor miraba hacia el vacío y Agustín se llenó de preguntas.



Hospitalidad

            Qué regalarle a alguien que viaje. Qué darle a alguien que impulsamos nosotros a un viaje hacia el poema. La única respuesta que, desde este equipo hemos hayado es la hospitalidad. Para ese Agustín lleno de preguntas, un libro, un oído, una palabra toda redonda como la palabra mundo. O la palabra pan. O aún mejor, toda llena de cabriolas como la palabra amapola, o toda puntiaguda y acuosa como lirio.
            La hospitalidad de cada uno de nosotros en cada encuentro con los textos y con el otro será la hospitalidad de la palabra. La hospitalidad del mediador es la hospitalidad del libro. Solo cuando nosotros hemos escuchado, el poema puede escuchar(se). Nosotros somos el primer texto a leer.
Sí. Esa es una responsabilidad. Pero la vamos a tomar como la responsabilidad que tenemos al hornear una torta. Una responsabilidad con la hermosa de lo que estamos tratando de hacer. La responsabiliad de parecernos a la palabra amapola para decir amapola.
Construir, tejer, armar hospitalidades. Como esta que Sofía nos cuenta y con la cual callamos por hoy:

El último momento que quiero contar, se produjo hace poco, unas semanas atrás, cuando leímos con los Sebastián, Víctor, Cristian y Esteban “El último piso” de de Santis. Estábamos en el cuartito que pudimos conquistar en la casa para nuestro taller. Es como una especie de refugio en la casa.         
     Volviendo al tema de la lectura, este microrelato lo leímos entre todos y lo releímos. Creo que ese acto de releer a los chicos les encanta, y descubren un poquito más que la primera leída. Después de leerlo fue lo más significativo.  Esteban se fue, pero quedamos el resto alrededor de un escritorio que funciona como mesa, de un lado Victor y Esteban sentados en un banco de plaza y del otro lado, Cristian y yo en un banco que sacamos del comedor. Comenzamos a escribir y a dibujar un recuerdo para regalarle al señor ascensorista. Entre mates, lapiceras y hojas, parecíamos cuatro amigos de toda una vida, riéndonos sólo por el hecho de estar en comunión alrededor de ese escritorio-mesa. Ese día había llovido y el agua había entrado en la piecita, un poco de frío hacía; pero ese momento creo que fue uno de los mejores que hubo en el taller.

Kevin Jones / Equipo de Mediación de lectura


[1] El taller literario como espacio poético. Revista Barriletes. Septiembre 2013. Versión digital en http://www.barriletes.org.ar/2013/09/27/el-taller-como-espacio-poetico/
[2] En “Scherezada o la construcción de la libertad. La frontera indómita. En torno a la construcción y defensa del espacio poético. 1ª edición. Fondo de cultura económica. México:2001 p.20

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