sábado, 2 de febrero de 2013

La soledad de Aquiles


(...) Aquiles rompió en copioso llanto al verlos alejarse; 
se alejó él también de sus compañeros  y fue a sentarse a la orilla del mar; 
clavó sus miradas en el piélago inmenso  y extendió los brazos para invocar a su madre...

La Iliada - Canto I, La peste y la cólera

Son las 8,45 de la mañana. Él se despierta. No recuerdo si dormí o no. Está toda la extensión de su cuerpo -"estaba abandonado el desnudo de tu piel" dice el poema que encabeza mi cama- sobre mi cama, y el mío también. E incluso logro ubicar mi rostro lo suficientemente lejos del suyo como para observarlo. 
Se pasa los dedos por sus parpados. Acaricio su espalda. Acaricio sus nalgas a través del boxer. Me besa. Me pide que le alcancé el celular. Sé que es el primer gesto que anuncia su retirada. Ojalá los hombres supiéramos retirarnos de las habitaciones con mayor estilo, ojala supiéramos no herir nada del efímero jardín que nos ha tomado toda la noche anterior construir. Sin embargo, ya sé que en cuanto pise el suelo será inevitable que algunas flores sean aplastadas. 
Mira el celular. Me vuelve a besar. Me besa pidiendo disculpas, me besa atenuando los pequeños golpes que seguirán. Lo sé. Pero hay que jugar. Sino no tendría nada sentido. 
Acepto sus besos. Y lo dice: "Creo que me voy a ir yendo". Lo acepto. (¿Debería haber puesto mayor empeño? Ya le había dicho antes que deseaba dormir junto a él: habíamos pasado, creo, una hora durmiendo juntos, ¿esa era su justicia salomónica?) Le alcanzo su ropa. Se para. Se pone mal la camisa. (Quisiera tener siempre el pelo así, como cuando han puesto una mano sobre él y revuelto, como ese desorden ordenado que veo en el espejo que hace de eje de la habitación) Aún así, la escena es hermosa. 
Su rostro dormido, su camisa y su boxer. Lo digo: "Así estarías hermoso para una foto" (He abusado de la palabra hermoso esta noche. Hay que cuidar siempre el estilo: Las construcciones verbales son siempre un andamiaje a punto de caer. El adjetivo, cuando no da vida mata, dicen) No repara en mi acotación. Se termina de vestir. Pasa al baño. Vuelve. Es el quinto beso, el quinto pedido de disculpas tácito. Me visto. Aunque salgo solo hasta el patio de delante. Me dice que me deja el alfajor que le di anoche -No come cosas dulces- y revisa la caja de cigarrillos mentolados vacía: "Quedatela de recuerdo", dice despreocupado. No presta atención a las palabras que dice, pero yo sí: he perdido el hechizo ya. Tengo ganas de preguntarle si va a volver. "...de recuerdo". Estoy a punto de hacerlo, "...de recuerdo". Quizás decirle que ya detesto los recuerdos. Que no soy capaz de recordar más. Quiero cuerpos, materias. Que estén vacíos, que sean sacos de arena contra el universo maldito, pero que sean cuerpos. 
Se va. Ordeno las cosas. Guardo la caja de cigarrillos. Guardo un recuerdo. Me acuesto.

Han pasado dos noches ya. Sin embargo sigo pensando en ello. Pienso en Sofia y yo tirados en el piso tratando de entender algo. (Yo le dije: "Él me dijo que si lo seguía tocando así lo enloquecería. Eso fue hermoso. Pero sé que es mentir" y ella dijo: "Ese es el problema: ¿Por qué no podemos creer que es verdad?") Pienso en la conversación con Andrea hoy sobre cómo la sociedad nos ha dado el mandato de estar en pareja. Pienso en las ganas que me dan en este preciso momento de revolcarme en la cama llorando hasta compadecerme de mí mismo. Pero no, nunca me lo permití  y ahora ya es tarde para re educar mi cuerpo. 
Hace un tiempo, cuando leí por primera vez el canto primero de La Iliada lloré una o dos lágrimas. Sin querer, había un pasaje insignificante que describía en pocas palabras el llanto de Aquiles frente al mar cuando es deshonrado. Tuve que detener la lectura, mirar con fuerza la pared, con más fuerza, y poder derramar esas lágrimas. 
Más tarde pensaría de nuevo en ese pasaje cuando escuchaba Desarme y Sangra de Charly García.
Aquiles es el héroe más grande que los ideales griegos fueron capaces de imaginar. Y es por tanto, el mayor héroe occidental. Él es enorme en su cólera, enorme en su valentía, enorme en su fuerza. Y enorme en su tristeza. 
Alguien, hace más de tres mil años, dibujo con el tono de su voz a un hombre que lloraba frente al mar. Un hombre que se sentía solo mientras veía el resto alejarse. Un hombre cuya mayor angustia fue esa desarticulación de la estructura social que le daba razón de ser a través del honor. Un hombre que se encontraba a sí mismo frente al mar, y no podía hacer más que llorar. 
Alguien hace unas décadas escribió en este país una canción sobre esa enorme soledad de los hombres. Sobre ese momento en que dejamos de lado nuestras armaduras y excusas, desarma y sangra.
Parece que al fin y al cabo es cierta la verdad borgeana. Todos somos el mismo hombre, quizás productos del mismo sueño. Todos somos Aquiles, solos, llorando frente al mar. Todos corremos detrás de otros, buscando salvarnos de algo que ni siquiera sabemos qué es. 
No estoy triste porque David quizás no vuelva a mi habitación. Él no se fue de esta pieza. Él es, obviamente, todos los hombres del mundo. Todos los hombres del mundo que quizás no vuelvan a esta habitación.

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