Las
experiencias de mediación de lectura en la localidad de Seguí demuestran que es
posible pensar estas prácticas como actos de militancia en defensa de los
espacios poéticos.

Hace unos tres años organizamos desde el Centro Literario al que
pertenecía en mi pueblo, Seguí, un debate como actividad de cierre de nuestro
año. En este Centro, editábamos mensualmente una revista literaria/cultural y
organizamos diferentes actividades dentro del marco de la difusión del arte
local en el año. Nuestra incursión en la cultura local había sido muy buena,
pero sin embargo notábamos que el arte local seguía moviéndose entre algunas elites. Un año antes habíamos tomado la
decisión de crear este grupo en cuestión debido a que sentíamos que la
literatura local había sufrido una petrificación donde pertenecer al “grupo de
escritores seguienses” implicaba ser un tipo de escritor que no concordaba con
el que nosotros queríamos ser. De modo que, evitar ese tipo de circunstancias
había sido uno de nuestros objetivos. El debate pues tenía por objeto
preguntarnos qué obstáculos impedía que más gente del pueblo participara
concretamente de la cultura local. De modo que decidimos preguntárnoslo junto
con otras personas que hacían acciones similares en el pueblo.
De aquella actividad, y de todo lo que hablamos aquella noche, me
ha quedado presente una intervención que recuerdo aún. Mientras nos
preguntábamos cuales eran las causas de la ausencia de la literatura local en
nuestras escuelas, un hombre señaló –con aire de verdadera afirmación- que “a
no todo el mundo tienen que interesarles las mismas cosas”. Y por tanto
habiendo clubes de futbol, escuelas de deportes, “está bien que algunos niños
se interesen por eso y otros por otras cosas”. Y citó el caso paradigmático de
la cultura local en Seguí “es como el Negro Aguirre. No es algo para todo el
mundo.”. Finalmente, el argumento era que leer no es algo para todos y que, al
fin y al cabo, está bien que a algunos niños les guste el futbol y no la
lectura. Creo que muchos asintieron con
la cabeza esta afirmación, confirmada por una reciente presentación del Negro
en Seguí con muy pocas personas como asistentes; pero algunos decidimos
quedarnos con la pregunta.
Un tiempo después, cuando quiero escribir sobre las experiencias
de Taller literario en esta localidad, sobre las pequeñas erosiones que hemos
visto se han provocado en este tiempo a partir de estas acciones en la
“literatura local”, no puedo evitar pensar que aún sigo preguntándome lo mismo
que aquella noche: ¿Por qué insistir tanto con la lectura? ¿Por qué empeñarnos
en que la literatura sea cosa de todos? En fin, ¿por qué esa atención especial
a la palabra? ¿Por qué aún consideramos que alguien pude prescindir del fútbol,
pero no de la palabra?
De las experiencias que narraré surgen algunos borradores de
respuestas a estas preguntas. Advierto solamente que estas experiencias no han
sido otra cosa que la insistencia en crearle un espacio a la literatura infantil
dentro de nuestro pueblo. Acercar más textos a más chicos. Experiencias hechas
en el cotidiano andar y que por tanto resultan también cotidianas y vividas.
Como señaló hace más ya de una década Graciela Montes al ser una
de las primeras autoras argentinas en hablar sobre este problema de acercar los
textos a la gente, estas cuestiones “aunque
abordadas de manera doméstica y modesta, son cuestiones importantes y
significativas” Y es el mismo gesto que venimos repitiendo desde entonces “ponerlas así, con sencillez, sobre la mesa”
La
literatura en una escuela de pueblo
Antes de julio del año 2011, la insistencia de la Seño Mery nos
llevó a varios integrantes del Centro Literario a su aula de Tercer grado en la
Escuela Pública N° 61 Facundo Zuviría.
Se trataba de pasar parte de esa tarde en un Taller de Cuentos junto a los
chicos.
Seguí es un pueblo pequeño con unos cuatro mil habitantes, ubicado
a sesenta kilómetros de Paraná. Un pueblo donde las acciones políticas se hacen
al viejo modo de los caudillos y donde la cultura se ve muchas veces supeditada
este caudillismo político. Recién desde 2007 contamos con una Biblioteca
Popular (que recién este año ha sido reconocida por la CONABIP). Cuando
leyéramos a Michele Petit, esta
antropóloga francesa que desde hace años se ha convertido en lectura afectuosa
de quienes nos atrevemos a mediar lecturas,
nos daríamos cuenta que gran parte del rechazo a los libros, en tanto
objetos, provenía de un miedo en algunos casos a estos elementos y por otro de
una sacralización del libro. Los escritores seguienses eran quienes publicaban
libros, quienes escribían en soledad en una imagen romántica y bastante
anticuada del escritor tomado por la poesía y escribiendo sólo. Que escritores
seguienses pudieran ir a un aula y trabajar de igual a igual con los niños
significaba cambiar esa imagen al menos por una tarde.
Aquel día, armamos relatos a partir de imágenes recortadas de
revistas. La experiencia fue buena, y cada chico creó su relato durante una
primer hora. Mientras que durante la segunda, se dedicó a 'arreglarlo', ver si
realmente decía lo que había querido expresar. Y así, terminamos sentados en
ronda, leyendo lo fabricado por los chicos. Aplaudiendo luego de cada relato
mutuamente.
Esa tarde me pareció fantástica. El Centro Literario venía trabajando desde
hace rato con Talleres y sosteniendo medios de difusión de la Literatura,
participando de otras experiencias y creando libros; pero por primera vez, una
docente nos había invitado a compartir una experiencia de ese tipo. Es decir,
nos había reconocido como actores sociales alrededor de la literatura.
Eso, en la realidad seguiense, significaba mucho.
De todos modos, lo más interesante era que la cosa no quedaba ahí. Los cuentos
iban a formar parte de un libro artesanal fabricado por los niños junto a sus
familias. Cada chico había escrito un relato junto a su familia y lo había
traído a la escuela. Su maestra los había recopilado, y luego había creado el
espacio para que los chicos escribieran sus propios relatos. El resultado fue
un hermoso libro de cartón y cartulinas, titulado “Cuentos en familia”, que
reunía todo lo trabajado más las imágenes a partir de las cuales se había hecho
aquel taller. Obviamente, el Taller permitió vivir de cerca con Mery el proceso
y volvernos en cierta manera cómplices de aquello.
Cuando semanas después el libro se encontraba ya confeccionado, no me sentí desprendido de la experiencia. En vez
de eso me sentía más metido en ella.
Por eso, cuando Mery me dijo que existía la posibilidad de participar de un
Concurso como “Juntos por una Argentina lectora”, no dudé en embarcarme.
Este Concurso proponía la realización de experiencias de
lectoescritura dentro del aula durante dos semanas. Las experiencias debían ser
registradas y evaluadas por la docente, de forma tal que pudiera dar cuenta de
lo que había ocurrido en los niños luego de esas lecturas.
Así fue que durante dos semanas, para cumplir con los requisitos
del concurso, practicamos diversas formas de lectura dentro del grupo. Anotando
cómo reaccionaban los chicos, y resumiendo toda la experiencia en un trabajo
final.
El trabajo final quedó hecho una noche que, tarde, Mery y yo
finalizamos de escribir lo que habíamos hecho. No habíamos anotado en nuestro
trabajo final los obstáculos. No habíamos anotado por ejemplo la resistencia de
los niños a imaginar, su imposibilidad de poder dibujar la Plapla de María Elena
Walsh porque “eso no existe”. No habíamos contado el día que tuvimos que
postergar nuestra actividad porque había directivas de avanzar con matemáticas
para que los niños obtuvieran mejores calificaciones en el examen siguiente. No
anotamos que, directa y explícitamente, se nos había dicho que los textos que
trabajamos en el aula no formaban parte de la currícula, no respondían a
criterios escolares y no habían sido planificados con anterioridad. No anotamos
el prejuicio de nuestro pueblo a que a literatura estuviera en la escuela y
ocupara un lugar en ella.
Aun así, nuestro trabajo ganó el primer premio a nivel nacional. El premio otorgado por la Fundación Leer y la
Revista Nueva consistía en una biblioteca de doscientos cincuenta libros de
literatura infantil para la escuela. Y más aún, significaba una legitimación,
casi azarosa, de nuestra actividad. Cuando los directivos de la escuela
hablaron por los medios locales sobre este premio entendí que nuestra acción
ahora era válida en tanto servía, en tanto daba algo a cambio. No se podía
comprender aún que uno de los principios de lo poético es su gratuidad, y que las
incidencias que nuestros textos internos, y todos los mensajes poéticos que
hemos recibido para significar el mundo, no podía ser evaluada o premiada,
rechazada o legitimada en cuanto pertenecía a otro orden de cosas.
Relaciones
conflictivas
Habíamos aprendido que la relación literatura-escuela no era de la
mejores. Habíamos tenido que “robar tiempo” en todo momento para que la lectura
fuera posible en horario de clase. Teníamos que quitar tiempo a otras cosas,
más “importantes”, como Matemáticas para leer, para escribir para dramatizar Caperucita roja. La versión del lobo.
Graciela Montes diría que la relación entre la literatura y la
escuela está marcada por la presencia de ilusiones
en conflicto. En la década del ’80, junto con el regreso a la democracia,
hubo una apertura de la escuela hacia la literatura infantil. Fue la escuela
quien tiró la primer piedra en un gesto valeroso y pionero. Del otro lado,
respondió una literatura rejuvenecida que se preguntaba más cosas sobre sí
misma que antes y que estaba empeñada en crear otra forma de literatura para
los niños. De manera que autores como Laura Devetach y Gustavo Roldán hicieron
por primera vez su ingreso en las aulas. Sin embargo, la amistad entre la
literatura y la escuela terminó pronto. Rápidamente hubo quien se diera cuenta
que con este texto se pueden enseñar las provincias y con aquel dar tal
contenido. Es decir, llegó la escolarización de la literatura. Un proceso por
el cual se cerraron los sentidos de muchos textos y se clausuraron otras tantas
lecturas –ya no hubo espacio en la Escuela para que Bartolo se diera cuenta de
que lo que había pisado era caca o para que aquel animal de Roldán muriera
delante de los ojos de los niños. Y por otro lado hubo un sometimiento de la
literatura a los contenidos curriculares. De allí a los manuales con el texto
correspondiente a cada tema, hubo un solo paso. Díaz Ronner había escrito en
esta misma década su Cara y cruz de la
literatura infantil donde con pasión criticaba el didactismo de la
literatura. Es decir, la creación de textos con fines puramente didácticos. O
sea, utilitarios. Sin embargo, este gesto intelectual, aunque valioso, no
alcanzó a contener lo que fue moneda corriente en los ’90: La literatura tenía
un espacio en la escuela pero pagaba un alto precio por ello. Ese
adoctrinamiento de la literatura, ese sometimiento, fue el que hizo que
nuestros encuentros con la literatura fueran fragmentarios, de a trozos,
escogidos cuidadosamente para que o participemos activamente de un mundo
literario donde se vive y se muere, se dicen “buenas y malas” palabras, donde
la gente se puede separar o un perro puede pasar hambre. Esas cosas no pasaban
–ni pasan- en la literatura que ingresó a la escuela. De allí vinieron muchas
de nuestras malas lecturas y muchos de nuestros rechazos hacia la literatura.
Ese lugar que ha llegado a ser considerado como constructor de nuestra idea de
libertad, terminó siendo para los niños un espacio aburrido y relativo (En esta
hora leemos como en aquella hora escribimos lo que nos dictaron de Geografía)
En el aula seguiense nos estábamos enfrentando con esos problemas.
La literatura estaba incomoda en la escuela, pero era necesario provocar un
encuentro entre los niños y la literatura. “Hay
que seguir ahí, mientras haya algún niño en la escuela vayamos a ella”, afirmó
Rosanna Nofal durante la última Feria del Libro santafesina en relación a este
problema. Es decir, ante esto solo podemos responder con una militancia que
proponga otra forma de pensar la literatura en la escuela.
Pero, mientras tanto ¿se pueden crear otro tipo de espacios para
la literatura en el pueblo? ¿Dónde? ¿Con el respaldo de quién? Y en el fondo,
la misma pregunta: ¿Por qué la Literatura?
La
ficción como derecho
La experiencia nos decía que en primer lugar debíamos asumir esta
cuestión como un asunto personal. El gesto de Mery nos había demostrado que fue
su interés personal el que la llevó a concretar esas intervenciones literarias
en la escuela. Fue su esfuerzo extra
como docente el que garantizó el cumplimiento de esta experiencia. De manera
que, como leeríamos luego en Petit, “solo
la atención personalizada a niños y jóvenes” puede democratizar la lectura.
Y por otro lado, habíamos visto que era necesario tomar posiciones
respecto a la lectura. Sabíamos que no nos interesaba el discurso aleccionante
de “Es necesario que los chicos lean” o “mientras menos lees más ignorante
sos”. Queríamos provocar otra cosa con la literatura. Petit ha
señalado que existen tres tipos diferentes de lectura: Por un lado aquella en
que buscamos un mejor manejo de nuestra lengua, buscamos conferirnos un poder
sobre ella. Por otro está la lectura que prefiere la escuela, aquella que nos
aporta conocimiento concreto sobre el mundo. Estos tipos aunque válidos, no son
tan valiosos como el tercero, aquel que menos practicamos: La lectura que nos
constituye. Cuando es plena, una lectura literaria nos da herramientas para
elaborar nuestra subjetividad. Hace que seamos capaces de construirnos como sujetos. Pero para que esto suceda tenemos que ser
capaces que provocar la ocasión de encuentro. Volvamos a Montes, que define la
ocasión de una manera hermosa: La ocasión
es una grieta en el tiempo, una brusca expansión del instante. Una isla que
obliga al agua del gran río fluyente a pegar un rodeo. Significa un pequeño
brinco de libertad, un ensanchamiento del horizonte, un nuevo punto de
vista. La ocasión es un punto de resistencia al tiempo, hincha de
significaciones el instante. La ocasión abre el tiempo, lo fisura, dando lugar
a que allí se construya sentido, se fabrique mundo, que es algo imprescindible
para el humano.
Es decir, la Ocasión crea otro tiempo y otro espacio dentro en
este tiempo y espacio -¿qué es –sino- lo que hacemos cuando nos dejamos llevar
por la ficción?- que incide sobre nuestro tiempo y espacio, lo ensancha. Hace,
digámoslo de una vez, que el mundo sea mundo. Es decir, hace que estar acá,
vivos, signifique algo. Ese poder solo lo tiene la literatura. Cuando fuimos
capaces de darnos cuenta de esto, tuvimos al fin respuesta para nuestro debate
de aquella noche. Supimos al fin que la literatura es la forma de construir
mundos para habitar, es decir, darnos los significados para habitar la vida. En
palabras de Petit, mientras más acceso tengamos a más significados como sujetos
“más aptos para vivir seremos”.
Entonces todo cerró. Por
eso Montes habla de la creación y defensa de espacios poéticos desde los cuales
nos demos la libertad de encontrarnos con la literatura. Porque aún hoy, en
este mundo desterritorializado e inhumano a golpes del capitalismo, vale la
pena que nos demos la oportunidad de ensanchar nuestro mundo. De allí a
entender que la ficción es un Derecho para los hombres y entender que ante su
total ausencia en nuestra cotidianeidad debíamos actuar como militantes, hubo
un solo paso.
¿Por
qué un Taller Literario organizado desde Agmer?
La poesía no
es un lujo, o un divertimento, es una necesidad, como lo es el amor.
Aldo
Pellegrini
Con esta frase como máxima, como guía y síntesis de lo que
queremos decir –casi como manifiesto de lo que creemos respecto a los espacios
poéticos de este mundo-, salimos a hacer las primeras promociones del Taller
junto a Araceli.
Con Araceli nos conocemos desde hace algún tiempo, y vale decir
que fue su rol de Delegada de Agmer en Seguí, en su escuela la 61,
lo que hizo que nos acercáramos más. Podría decirse que entablamos una especie
de amistad, construida por el paso del tiempo como todo. Y uno con los amigos
se atreve a proyectar, a soñar, a tener causas comunes. Tal es así que en
cuanto tuvimos la oportunidad, levantamos vuelo a un sueño pequeño que teníamos
a un costado: La actividad gremial, bicho raro en Seguí, comenzaba a llegar a
nuestro pueblo como invitación a la lucha, a la creatividad, al reconocimiento
del poder que la pedagogía encierra. Nos referimos a la novedosa ocasión
de que la Filial de Agmer Crespo pase a ser Agmer Crespo-Seguí, y la actividad
gremial estuviera más relacionada con el quehacer social y político de nuestro
pueblo. Eso significaba más actores sociales interviniendo el día a día
seguiense, y eso siempre es bueno. Por eso, a modo de celebración
quisimos con Araceli comenzar en seguida a planear nuestro Taller. Se
vislumbraba al fin la posibilidad de crear, ensayar y experimentar, otro tipo
de espacio para que los niños se encontraran con la literatura.
Pero la pregunta es ¿por qué organizar un Taller desde Agmer?
Desde hace tiempo, trabajadores del lenguaje de nuestro país que
se hallan relacionados a la búsqueda de conceptos sobre la Literatura y su rol
social, entienden que los espacios de taller como “espacios poéticos”. Esto
concepto no limita el trabajo a la poesía como a primera vista parece, sino que
entiende la poesía como ‘algo’ que difiere del mundo, algo novedoso, fuera del
orden, extraño que ocurre en él. Incluso, Laura Devetach plantea que se trata
de “una forma de estar en el mundo” y aclara enseguida: Este planteo
deja por ahora de lado a los niños, y nos involucra a nosotros, los adultos,
personas, despojados de roles, justamente para poder luego no dejarlos de lado
en algo que ellos –los chicos- experimentan como algo natural y que la
mayoría de las veces desconocemos, desdeñamos o reprimimos.
Entonces, ahí es donde uno elige donde pararse. Como acto
político, como acto pedagógico (¡Qué palabras parecidas! ¿no les parece?)
elegimos construir y defender espacios poéticos para nosotros y para los niños
en Seguí, en el Seguí de aquí y ahora.
La defensa del espacio poético implica crear espacios donde el
yo-nosotros permita vislumbrar aquello que escondemos dentro: Aquella
calandrias, dice Gelman, que tenemos en
nosotros.
Por eso, en cada Taller, lejos de banderismos gremiales
(convencidos de que el acto habla por sí mismo), tratamos de abrir la puerta
para jugar mientras el lobo no está. Para jugar, para desandar un camino. Y
para que nosotros, docentes, estudiantes universitarios, niños de Seguí,
defendamos el derecho a estar en el mundo poéticamente. Y no es menor que esto
sea respaldado por el gremio docente entrerriano, ya que es darnos cuenta de
nuestro trabajo ya sea como trabajadores intelectuales o como quienes aspiramos
a serlo.
Entendiendo la poesía como necesidad, como derecho, entendemos
este Taller como un espacio de construcción de poder y de lucha. Eso no es poca
cosa.
Un
año de Taller
Así fue que vivimos este año de Taller. Durante nueve meses, cada semana, se leyó
literatura infantil. Cada viernes se escribió cuando hubo cosas que decir. Cada
semana hubo una ronda donde hablar de lo que habíamos leído, y también de lo
que nos había pasado en la semana. Hace varios años que doy talleres literarios
similares para personas grandes y por
primera vez me encontré con personas chiquitas.
Fue sumamente hermoso sentir como en la niñez lo poético se encuentra allí
nomás, en una capa apenas debajo de la piel. Entonces fue fácil darnos cuenta
que la posición de escucha de la poesía es y será siempre la niñez. No porque
solo los niños sean capaces de la poesía, sino porque tenemos que hacernos
niños para ser capaces de la poesía. Es decir, entender la niñez como actitud
ante el mundo. Hacer este taller fue un viaje. Y también plantar un punto de
trabajo en nuestro pueblo.
El Taller culminó con la publicación de la antología ¿Quién dijo que los chicos no saben de
cuentos? El libro, editado por La Gota Ediciones, reúne producciones de los
niños en el espacio de Taller y su creación fue realizada en todo momento con
su participación activa. De hecho, el acto de presentación fue organizado a
partir de sus necesidades y deseos.
Un gesto tras otro, desde el gesto de Mery hasta el de los padres de
los niños que acompañaron esta experiencia, habíamos logrado darle un lugar a
la literatura infantil en Seguí.
Decidimos con Araceli colocar al Prólogo del libro por nombre Bichos de luz. Pues habíamos leído hace
tiempo en el Taller un poema de Laura Devetach que decía –y lo pondré aquí
entero para que sea una buena excusa de encontrarse con él-:
El bicho de luz
engaña
se convierte en ascua
camina en las sombras
como si fumara.
Nunca soples
un bicho de luz.
Puede convertirse
en un incendio.
Sólo aquella metáfora había sido capaz de expresar con plenitud lo
que sentíamos. Nos sentíamos autores de un incendio.
Aquella sensación, de haber desatado algún incendio, me hizo
recordar lo que sentí cuando iba a leer al aula de Mery: Terminado nuestro
trabajo con el libro y habiendo pasado el tema del concurso, aprovechábamos
algunas mañanas para hacer lecturas en el aula con Mery. Lo hacíamos en
secreto. Y con los niños como cómplices robábamos una hora a alguna materia y
leíamos. Petit dice que, casi tímidamente, que la cultura se hurta. Yo por mi
parte, más tímidamente aún, pienso en Prometeo. Aquel hombre que robó el fuego
a los dioses. Siempre pensé, si no hubiera sido mediante el robo, ¿hubiera
habido otra explicación para la obtención de algo tan maravilloso e
hipnotizante como el fuego?
Dicen que el mito es en realidad uno solo. Que los hombres hemos
contado de diferentes maneras en diferentes civilizaciones un solo mito sobre
el universo. Pues yo pienso que al robar cultura, al robar literatura, estamos
repitiendo, eternamente, el gesto de Prometeo y nos estamos robando un buen
trozo de fuego.
Kevin Jones
para Río Bravo