miércoles, 17 de abril de 2013

Robar trozos de fuego y provocar un incendio


Las experiencias de mediación de lectura en la localidad de Seguí demuestran que es posible pensar estas prácticas como actos de militancia en defensa de los espacios poéticos.

Hace unos tres años organizamos desde el Centro Literario al que pertenecía en mi pueblo, Seguí, un debate como actividad de cierre de nuestro año. En este Centro, editábamos mensualmente una revista literaria/cultural y organizamos diferentes actividades dentro del marco de la difusión del arte local en el año. Nuestra incursión en la cultura local había sido muy buena, pero sin embargo notábamos que el arte local seguía moviéndose entre algunas elites. Un año antes habíamos tomado la decisión de crear este grupo en cuestión debido a que sentíamos que la literatura local había sufrido una petrificación donde pertenecer al “grupo de escritores seguienses” implicaba ser un tipo de escritor que no concordaba con el que nosotros queríamos ser. De modo que, evitar ese tipo de circunstancias había sido uno de nuestros objetivos. El debate pues tenía por objeto preguntarnos qué obstáculos impedía que más gente del pueblo participara concretamente de la cultura local. De modo que decidimos preguntárnoslo junto con otras personas que hacían acciones similares en el pueblo.
De aquella actividad, y de todo lo que hablamos aquella noche, me ha quedado presente una intervención que recuerdo aún. Mientras nos preguntábamos cuales eran las causas de la ausencia de la literatura local en nuestras escuelas, un hombre señaló –con aire de verdadera afirmación- que “a no todo el mundo tienen que interesarles las mismas cosas”. Y por tanto habiendo clubes de futbol, escuelas de deportes, “está bien que algunos niños se interesen por eso y otros por otras cosas”. Y citó el caso paradigmático de la cultura local en Seguí “es como el Negro Aguirre. No es algo para todo el mundo.”. Finalmente, el argumento era que leer no es algo para todos y que, al fin y al cabo, está bien que a algunos niños les guste el futbol y no la lectura.  Creo que muchos asintieron con la cabeza esta afirmación, confirmada por una reciente presentación del Negro en Seguí con muy pocas personas como asistentes; pero algunos decidimos quedarnos con la pregunta.

Un tiempo después, cuando quiero escribir sobre las experiencias de Taller literario en esta localidad, sobre las pequeñas erosiones que hemos visto se han provocado en este tiempo a partir de estas acciones en la “literatura local”, no puedo evitar pensar que aún sigo preguntándome lo mismo que aquella noche: ¿Por qué insistir tanto con la lectura? ¿Por qué empeñarnos en que la literatura sea cosa de todos? En fin, ¿por qué esa atención especial a la palabra? ¿Por qué aún consideramos que alguien pude prescindir del fútbol, pero no de la palabra?

De las experiencias que narraré surgen algunos borradores de respuestas a estas preguntas. Advierto solamente que estas experiencias no han sido otra cosa que la insistencia en crearle un espacio a la literatura infantil dentro de nuestro pueblo. Acercar más textos a más chicos. Experiencias hechas en el cotidiano andar y que por tanto resultan también cotidianas y vividas.

Como señaló hace más ya de una década Graciela Montes al ser una de las primeras autoras argentinas en hablar sobre este problema de acercar los textos a la gente, estas cuestiones “aunque abordadas de manera doméstica y modesta, son cuestiones importantes y significativas” Y es el mismo gesto que venimos repitiendo desde entonces “ponerlas así, con sencillez, sobre la mesa”

La literatura en una escuela de pueblo

Antes de julio del año 2011, la insistencia de la Seño Mery nos llevó a varios integrantes del Centro Literario a su aula de Tercer grado en la Escuela Pública N° 61 Facundo Zuviría. Se trataba de pasar parte de esa tarde en un Taller de Cuentos junto a los chicos.

Seguí es un pueblo pequeño con unos cuatro mil habitantes, ubicado a sesenta kilómetros de Paraná. Un pueblo donde las acciones políticas se hacen al viejo modo de los caudillos y donde la cultura se ve muchas veces supeditada este caudillismo político. Recién desde 2007 contamos con una Biblioteca Popular (que recién este año ha sido reconocida por la CONABIP). Cuando leyéramos a Michele Petit,  esta antropóloga francesa que desde hace años se ha convertido en lectura afectuosa de quienes nos atrevemos a mediar lecturas,  nos daríamos cuenta que gran parte del rechazo a los libros, en tanto objetos, provenía de un miedo en algunos casos a estos elementos y por otro de una sacralización del libro. Los escritores seguienses eran quienes publicaban libros, quienes escribían en soledad en una imagen romántica y bastante anticuada del escritor tomado por la poesía y escribiendo sólo. Que escritores seguienses pudieran ir a un aula y trabajar de igual a igual con los niños significaba cambiar esa imagen al menos por una tarde.

Aquel día, armamos relatos a partir de imágenes recortadas de revistas. La experiencia fue buena, y cada chico creó su relato durante una primer hora. Mientras que durante la segunda, se dedicó a 'arreglarlo', ver si realmente decía lo que había querido expresar. Y así, terminamos sentados en ronda, leyendo lo fabricado por los chicos. Aplaudiendo luego de cada relato mutuamente.

Esa tarde me pareció fantástica. El Centro Literario venía trabajando desde hace rato con Talleres y sosteniendo medios de difusión de la Literatura, participando de otras experiencias y creando libros; pero por primera vez, una docente nos había invitado a compartir una experiencia de ese tipo. Es decir, nos había reconocido como actores sociales alrededor de la literatura.

Eso, en la realidad seguiense, significaba mucho.

De todos modos, lo más interesante era que la cosa no quedaba ahí. Los cuentos iban a formar parte de un libro artesanal fabricado por los niños junto a sus familias. Cada chico había escrito un relato junto a su familia y lo había traído a la escuela. Su maestra los había recopilado, y luego había creado el espacio para que los chicos escribieran sus propios relatos. El resultado fue un hermoso libro de cartón y cartulinas, titulado “Cuentos en familia”, que reunía todo lo trabajado más las imágenes a partir de las cuales se había hecho aquel taller. Obviamente, el Taller permitió vivir de cerca con Mery el proceso y volvernos en cierta manera cómplices de aquello.

Cuando semanas después el libro se encontraba ya confeccionado,  no me sentí desprendido de la experiencia. En vez de eso me sentía más metido en ella.

Por eso, cuando Mery me dijo que existía la posibilidad de participar de un Concurso como “Juntos por una Argentina lectora”, no dudé en embarcarme.

Este Concurso proponía la realización de experiencias de lectoescritura dentro del aula durante dos semanas. Las experiencias debían ser registradas y evaluadas por la docente, de forma tal que pudiera dar cuenta de lo que había ocurrido en los niños luego de esas lecturas.
Así fue que durante dos semanas, para cumplir con los requisitos del concurso, practicamos diversas formas de lectura dentro del grupo. Anotando cómo reaccionaban los chicos, y resumiendo toda la experiencia en un trabajo final.

El trabajo final quedó hecho una noche que, tarde, Mery y yo finalizamos de escribir lo que habíamos hecho. No habíamos anotado en nuestro trabajo final los obstáculos. No habíamos anotado por ejemplo la resistencia de los niños a imaginar, su imposibilidad de poder dibujar la Plapla de María Elena Walsh porque “eso no existe”. No habíamos contado el día que tuvimos que postergar nuestra actividad porque había directivas de avanzar con matemáticas para que los niños obtuvieran mejores calificaciones en el examen siguiente. No anotamos que, directa y explícitamente, se nos había dicho que los textos que trabajamos en el aula no formaban parte de la currícula, no respondían a criterios escolares y no habían sido planificados con anterioridad. No anotamos el prejuicio de nuestro pueblo a que a literatura estuviera en la escuela y ocupara un lugar en ella.

Aun así, nuestro trabajo ganó el primer premio a nivel nacional.  El premio otorgado por la Fundación Leer y la Revista Nueva consistía en una biblioteca de doscientos cincuenta libros de literatura infantil para la escuela. Y más aún, significaba una legitimación, casi azarosa, de nuestra actividad. Cuando los directivos de la escuela hablaron por los medios locales sobre este premio entendí que nuestra acción ahora era válida en tanto servía, en tanto daba algo a cambio. No se podía comprender aún que uno de los principios de lo poético es su gratuidad, y que las incidencias que nuestros textos internos, y todos los mensajes poéticos que hemos recibido para significar el mundo, no podía ser evaluada o premiada, rechazada o legitimada en cuanto pertenecía a otro orden de cosas.

Relaciones conflictivas

Habíamos aprendido que la relación literatura-escuela no era de la mejores. Habíamos tenido que “robar tiempo” en todo momento para que la lectura fuera posible en horario de clase. Teníamos que quitar tiempo a otras cosas, más “importantes”, como Matemáticas para leer, para escribir para dramatizar Caperucita roja. La versión del lobo.

Graciela Montes diría que la relación entre la literatura y la escuela está marcada por la presencia de ilusiones en conflicto. En la década del ’80, junto con el regreso a la democracia, hubo una apertura de la escuela hacia la literatura infantil. Fue la escuela quien tiró la primer piedra en un gesto valeroso y pionero. Del otro lado, respondió una literatura rejuvenecida que se preguntaba más cosas sobre sí misma que antes y que estaba empeñada en crear otra forma de literatura para los niños. De manera que autores como Laura Devetach y Gustavo Roldán hicieron por primera vez su ingreso en las aulas. Sin embargo, la amistad entre la literatura y la escuela terminó pronto. Rápidamente hubo quien se diera cuenta que con este texto se pueden enseñar las provincias y con aquel dar tal contenido. Es decir, llegó la escolarización de la literatura. Un proceso por el cual se cerraron los sentidos de muchos textos y se clausuraron otras tantas lecturas –ya no hubo espacio en la Escuela para que Bartolo se diera cuenta de que lo que había pisado era caca o para que aquel animal de Roldán muriera delante de los ojos de los niños. Y por otro lado hubo un sometimiento de la literatura a los contenidos curriculares. De allí a los manuales con el texto correspondiente a cada tema, hubo un solo paso. Díaz Ronner había escrito en esta misma década su Cara y cruz de la literatura infantil donde con pasión criticaba el didactismo de la literatura. Es decir, la creación de textos con fines puramente didácticos. O sea, utilitarios. Sin embargo, este gesto intelectual, aunque valioso, no alcanzó a contener lo que fue moneda corriente en los ’90: La literatura tenía un espacio en la escuela pero pagaba un alto precio por ello. Ese adoctrinamiento de la literatura, ese sometimiento, fue el que hizo que nuestros encuentros con la literatura fueran fragmentarios, de a trozos, escogidos cuidadosamente para que o participemos activamente de un mundo literario donde se vive y se muere, se dicen “buenas y malas” palabras, donde la gente se puede separar o un perro puede pasar hambre. Esas cosas no pasaban –ni pasan- en la literatura que ingresó a la escuela. De allí vinieron muchas de nuestras malas lecturas y muchos de nuestros rechazos hacia la literatura. Ese lugar que ha llegado a ser considerado como constructor de nuestra idea de libertad, terminó siendo para los niños un espacio aburrido y relativo (En esta hora leemos como en aquella hora escribimos lo que nos dictaron de Geografía)

En el aula seguiense nos estábamos enfrentando con esos problemas. La literatura estaba incomoda en la escuela, pero era necesario provocar un encuentro entre los niños y la literatura. “Hay que seguir ahí, mientras haya algún niño en la escuela vayamos a ella”, afirmó Rosanna Nofal durante la última Feria del Libro santafesina en relación a este problema. Es decir, ante esto solo podemos responder con una militancia que proponga otra forma de pensar la literatura en la escuela.

Pero, mientras tanto ¿se pueden crear otro tipo de espacios para la literatura en el pueblo? ¿Dónde? ¿Con el respaldo de quién? Y en el fondo, la misma pregunta: ¿Por qué la Literatura?

La ficción como derecho

La experiencia nos decía que en primer lugar debíamos asumir esta cuestión como un asunto personal. El gesto de Mery nos había demostrado que fue su interés personal el que la llevó a concretar esas intervenciones literarias en la escuela. Fue su esfuerzo extra como docente el que garantizó el cumplimiento de esta experiencia. De manera que, como leeríamos luego en Petit, “solo la atención personalizada a niños y jóvenes” puede democratizar la lectura.
Y por otro lado, habíamos visto que era necesario tomar posiciones respecto a la lectura. Sabíamos que no nos interesaba el discurso aleccionante de “Es necesario que los chicos lean” o “mientras menos lees más ignorante sos”.  Queríamos provocar otra cosa con la literatura. Petit ha señalado que existen tres tipos diferentes de lectura: Por un lado aquella en que buscamos un mejor manejo de nuestra lengua, buscamos conferirnos un poder sobre ella. Por otro está la lectura que prefiere la escuela, aquella que nos aporta conocimiento concreto sobre el mundo. Estos tipos aunque válidos, no son tan valiosos como el tercero, aquel que menos practicamos: La lectura que nos constituye. Cuando es plena, una lectura literaria nos da herramientas para elaborar nuestra subjetividad. Hace que seamos capaces de construirnos como sujetos.  Pero para que esto suceda tenemos que ser capaces que provocar la ocasión de encuentro. Volvamos a Montes, que define la ocasión de una manera hermosa: La ocasión es una grieta en el tiempo, una brusca expansión del instante. Una isla que obliga al agua del gran río fluyente a pegar un rodeo. Significa un pequeño brinco de libertad, un ensanchamiento del horizonte, un nuevo punto de vista. La ocasión es un punto de resistencia al tiempo, hincha de significaciones el instante. La ocasión abre el tiempo, lo fisura, dando lugar a que allí se construya sentido, se fabrique mundo, que es algo imprescindible para el humano. 
Es decir, la Ocasión crea otro tiempo y otro espacio dentro en este tiempo y espacio -¿qué es –sino- lo que hacemos cuando nos dejamos llevar por la ficción?- que incide sobre nuestro tiempo y espacio, lo ensancha. Hace, digámoslo de una vez, que el mundo sea mundo. Es decir, hace que estar acá, vivos, signifique algo. Ese poder solo lo tiene la literatura. Cuando fuimos capaces de darnos cuenta de esto, tuvimos al fin respuesta para nuestro debate de aquella noche. Supimos al fin que la literatura es la forma de construir mundos para habitar, es decir, darnos los significados para habitar la vida. En palabras de Petit, mientras más acceso tengamos a más significados como sujetos “más aptos para vivir seremos”.

Entonces todo cerró.  Por eso Montes habla de la creación y defensa de espacios poéticos desde los cuales nos demos la libertad de encontrarnos con la literatura. Porque aún hoy, en este mundo desterritorializado e inhumano a golpes del capitalismo, vale la pena que nos demos la oportunidad de ensanchar nuestro mundo. De allí a entender que la ficción es un Derecho para los hombres y entender que ante su total ausencia en nuestra cotidianeidad debíamos actuar como militantes, hubo un solo paso.

¿Por qué un Taller Literario organizado desde Agmer?

La poesía no es un lujo, o un divertimento, es una necesidad, como lo es el amor.
Aldo Pellegrini



Con esta frase como máxima, como guía y síntesis de lo que queremos decir –casi como manifiesto de lo que creemos respecto a los espacios poéticos de este mundo-, salimos a hacer las primeras promociones del Taller junto a Araceli.

Con Araceli nos conocemos desde hace algún tiempo, y vale decir que fue su rol de Delegada de Agmer en Seguí, en su escuela la 61, lo que hizo que nos acercáramos más. Podría decirse que entablamos una especie de amistad, construida por el paso del tiempo como todo. Y uno con los amigos se atreve a proyectar, a soñar, a tener causas comunes. Tal es así que en cuanto tuvimos la oportunidad, levantamos vuelo a un sueño pequeño que teníamos a un costado: La actividad gremial, bicho raro en Seguí, comenzaba a llegar a nuestro pueblo como invitación a la lucha, a la creatividad, al reconocimiento del poder que la pedagogía encierra.  Nos referimos a la novedosa ocasión de que la Filial de Agmer Crespo pase a ser Agmer Crespo-Seguí, y la actividad gremial estuviera más relacionada con el quehacer social y político de nuestro pueblo.  Eso significaba más actores sociales interviniendo el día a día seguiense, y eso siempre es bueno.  Por eso, a modo de celebración quisimos con Araceli comenzar en seguida a planear nuestro Taller. Se vislumbraba al fin la posibilidad de crear, ensayar y experimentar, otro tipo de espacio para que los niños se encontraran con la literatura.
Pero la pregunta es ¿por qué organizar un Taller desde Agmer?

Desde hace tiempo, trabajadores del lenguaje de nuestro país que se hallan relacionados a la búsqueda de conceptos sobre la Literatura y su rol social, entienden que los espacios de taller como “espacios poéticos”. Esto concepto no limita el trabajo a la poesía como a primera vista parece, sino que entiende la poesía como ‘algo’ que difiere del mundo, algo novedoso, fuera del orden, extraño que ocurre en él. Incluso, Laura Devetach plantea que se trata de “una forma de estar en el mundo” y aclara enseguida: Este planteo deja por ahora de lado a los niños, y nos involucra a nosotros, los adultos, personas, despojados de roles, justamente para poder luego no dejarlos de lado en algo que ellos –los chicos- experimentan como algo natural  y que la mayoría de las veces desconocemos, desdeñamos o reprimimos.

Entonces, ahí es donde uno elige donde pararse. Como acto político, como acto pedagógico (¡Qué palabras parecidas! ¿no les parece?) elegimos construir y defender espacios poéticos para nosotros y para los niños en Seguí, en el Seguí de aquí y ahora.

La defensa del espacio poético implica crear espacios donde el yo-nosotros permita vislumbrar aquello que escondemos dentro: Aquella calandrias, dice Gelman, que tenemos en 
nosotros.

Por eso, en cada Taller, lejos de banderismos gremiales (convencidos de que el acto habla por sí mismo), tratamos de abrir la puerta para jugar mientras el lobo no está. Para jugar, para desandar un camino. Y para que nosotros, docentes, estudiantes universitarios, niños de Seguí, defendamos el derecho a estar en el mundo poéticamente. Y no es menor que esto sea respaldado por el gremio docente entrerriano, ya que es darnos cuenta de nuestro trabajo ya sea como trabajadores intelectuales o como quienes aspiramos a serlo.
Entendiendo la poesía como necesidad, como derecho, entendemos este Taller como un espacio de construcción de poder y de lucha. Eso no es poca cosa.  

Un año de Taller

Así fue que vivimos este año de Taller.  Durante nueve meses, cada semana, se leyó literatura infantil. Cada viernes se escribió cuando hubo cosas que decir. Cada semana hubo una ronda donde hablar de lo que habíamos leído, y también de lo que nos había pasado en la semana. Hace varios años que doy talleres literarios similares para personas grandes y por primera vez me encontré con personas chiquitas. Fue sumamente hermoso sentir como en la niñez lo poético se encuentra allí nomás, en una capa apenas debajo de la piel. Entonces fue fácil darnos cuenta que la posición de escucha de la poesía es y será siempre la niñez. No porque solo los niños sean capaces de la poesía, sino porque tenemos que hacernos niños para ser capaces de la poesía. Es decir, entender la niñez como actitud ante el mundo. Hacer este taller fue un viaje. Y también plantar un punto de trabajo en nuestro pueblo.

El Taller culminó con la publicación de la antología ¿Quién dijo que los chicos no saben de cuentos? El libro, editado por La Gota Ediciones, reúne producciones de los niños en el espacio de Taller y su creación fue realizada en todo momento con su participación activa. De hecho, el acto de presentación fue organizado a partir de sus necesidades y deseos. 
Un gesto tras otro, desde el gesto de Mery hasta el de los padres de los niños que acompañaron esta experiencia, habíamos logrado darle un lugar a la literatura infantil en Seguí.

Decidimos con Araceli colocar al Prólogo del libro por nombre Bichos de luz. Pues habíamos leído hace tiempo en el Taller un poema de Laura Devetach que decía –y lo pondré aquí entero para que sea una buena excusa de encontrarse con él-:

El bicho de luz
engaña
se convierte en ascua
camina en las sombras
como si fumara.
Nunca soples
un bicho de luz.
Puede convertirse
en un incendio.

Sólo aquella metáfora había sido capaz de expresar con plenitud lo que sentíamos. Nos sentíamos autores de un incendio. 





Aquella sensación, de haber desatado algún incendio, me hizo recordar lo que sentí cuando iba a leer al aula de Mery: Terminado nuestro trabajo con el libro y habiendo pasado el tema del concurso, aprovechábamos algunas mañanas para hacer lecturas en el aula con Mery. Lo hacíamos en secreto. Y con los niños como cómplices robábamos una hora a alguna materia y leíamos. Petit dice que, casi tímidamente, que la cultura se hurta. Yo por mi parte, más tímidamente aún, pienso en Prometeo. Aquel hombre que robó el fuego a los dioses. Siempre pensé, si no hubiera sido mediante el robo, ¿hubiera habido otra explicación para la obtención de algo tan maravilloso e hipnotizante como el fuego?

Dicen que el mito es en realidad uno solo. Que los hombres hemos contado de diferentes maneras en diferentes civilizaciones un solo mito sobre el universo. Pues yo pienso que al robar cultura, al robar literatura, estamos repitiendo, eternamente, el gesto de Prometeo y nos estamos robando un buen trozo de fuego.

Kevin Jones
para Río Bravo

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