Allá en la casa
de la amapola
hay tres ventanas para mirar.
Por una, se ve la luna,
por la otra el lucero
y por la otra el sol
¿por cuál deseas mirar?
de la amapola
hay tres ventanas para mirar.
Por una, se ve la luna,
por la otra el lucero
y por la otra el sol
¿por cuál deseas mirar?
Cada vez que vuelvo a leer (a tocar) este breve poema de Edith
Vera, siento que todo el peso de lo que en él se produce radica en ese “allá”
inaugural. Comenzar un poema diciendo allá
de esa manera, implica crear en medio de la nada la posibilidad del viaje, del
recuerdo. Quiebra la uniformidad del espacio, para invocar la existencia de
otro territorio que se ha visto, o con el cual tenemos confianza suficiente al
menos para nombrarlo con esa cercanía deíctica del allá.
Quiero hablar de las amapolas. Pero también de la posibilidad de
decir allá. Quiero escribir sobre ese
elegir, desear mirar por alguna de esas ventanas.
Sin embargo, antes, quiero colocar aquí unas palabras que María
Teresa Andruetto señaló sobre Edith Vera. Esa mujer oculta que escribió toda su
vida en un lugar que, ahora, se me antoja parecido al lugar que quiero rodear
en este escrito: “Mucho se ha hablado del escondite de Edith, acaso más, mucho
más de lo que ella cree, pues aquí, en Villa María, ha permanecido ovillada,
escribiendo, oculta, pero también, justo es decirlo, preservada del mundo,
acaso para oír / para oírlo / para oírnos mejor. Pero, me digo, acaso sea ese
esconderse, ese cuidarse de nosotros en el que ha puesto tanto empeño, lo que
ha preservado su escritura y su mirada primera, su posibilidad de ver en las
cosas, en cada cosa entre las cosas, otra cosa, lo que nosotros no vemos.”
Convocar a una mujer lejana y cercana como Edith Vera para
escribir de mí pueblo. Así que empecemos por aquí.
En ese acto de dejarse
esconder en Villa María, ve Andruetto la preservación de una mirada.
Podríamos hablar de las condiciones de posibilidad de esa mirada adánica que
coloca sobre las amapolas que
finalmente nombra. Poesía-escondite-visión, sería la relación que se tensa en
esta escritura marcada por el gesto del ocultamiento.
Y es difícil evitar pensar en muchas de las gentes de mi pueblo
como personas ovilladas. Sobre sus casas, sus sillas en la vereda y sus patios.
Ovillada en esos gestos cotidianos, cosiendo y bordando una materia inasible e
invisible. Pero que densifica el aire a cada momento, y que convoca a la
lejanía –invisible, también- del allá.
¿Se puede alguien ‘preservar del mundo’? Decir allá corta los territorios. Y vuelve a la casa de la amapola un
territorio escindido. Herido, sí. Pero también flotante, como isla acaso.
Llenar de agua los mapas y ver en ellos estos archipiélagos.
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