lunes, 11 de noviembre de 2013

Azucena y amapola. Escrituras del territorio al interior de un pueblo. (2)

Sin embargo, andaban en su espíritu voces desconocidas, intuiciones vagas que le aseguraban que no todo debía ser así, que debía haber algo más en las vidas, como el jardín, como las flores, como el perfume de las flores, que no son nada y que sin embargo, significaban tanto para ella; que todo no podía ser trabajo, esfuerzo y sacrificio y que no solo había que anhelar bienes materiales, cosas concretas. 

Roberto Beracochea, Las gotas de la noche (1977)

El sábado pasado visité en Seguí a Teresa. Se puede decir de ambos que están donde siempre. Seguí continúa siendo un pueblo a 60km de Paraná de unos cuatro mil y pico de habitantes. Un pueblo rodeado por el agro, pero con algo de incipiente ¿industria? y comercio. Un sitio de dicotomías de a ratos. Pero también un sitio otro, tan escindido del mapa como esa casa de la amapola que queda allá.
Teresa por su parte pisa ya los setenta y seis o setenta y siete. Sigue teniendo su pelo morocho (¿o castaño?) con algunas ondulaciones. Continúa viviendo en una casa de aberturas pequeñas, hecha hacia abajo como para no olvidar la tierra. Una casa antigua a su modo, que tiene un jardín tan grande que parece contener él a la casa, más no la casa al jardín. Teresa sigue teniendo el paso quedo, la voz sabia y los ojos lejanos que tenía el primer día que fue a nuestro taller/reunión en la Biblioteca Popular.

Si bien, como siempre me señala mi madre, en Seguí no nací, pasé allí mi infancia. Lo cual es decir aún más. Una infancia de patio de casa, que oblicuamente marcaría ciertas formas de actuar ante lo extraño (lo ajeno) fuera de ese patio. Donde se desarrolló mi gusto por el viento, pero también por esa soledad imaginista que los patios liberan y dejan popular. En la adolescencia ya, al calor de alguna que otra crisis necesaria y vital, comencé a hacer cosas en mi pueblo. Creo que la sencillez de decir ‘hacer cosas’ es la mejor manera de nombrar ese tránsito inquieto por los rincones del pueblo de esos años.
A partir del encuentro con Alicia, y luego con Titi y con Rosita, y más tarde finalmente con Teresa, pudimos comenzar ese hacer alegre e inquieto que marcaría (ahora lo veo) otros caminos.  
Si bien quiero detenerme luego en cada una de estas mujeres especialmente, diré de ellas en conjunto que se trataba en evidencia de mujeres seguienses. No eran foráneas a ese modo de vivir las cosas que Seguí exigía para cohesionarse en esa materialidad sólida (y tan concreta) que un pueblo chico tiene. Antes de este cruce generacional que entablaríamos estas mujeres y yo, Seguí era para mí en cierta medida el lugar del páramo. Quizás todos tenemos por el lugar que habitamos en esos años, un sentimiento similar. Mi carácter marica, y la lectura de literaria que ya en esos momentos comenzaba a crecer y amenazaba con tomarlo todo, acentuaban el deseo de no-estar-allí.
Así es que esta mujeres, en primer instancia, pertenecían a ese orden de cosas del que pujaba por alejarme. Se trataba de madres, una catequista jubilada, una vieja sindicalista de las amas de casa, de mujeres emigradas de su aldea a un pueblo que prometía algo que no terminaba de dar. Y eran esencialmente, mujeres. Y digo en esto esa fuga que el género otro provoca, fundando para siempre la posibilidad de que otra subjetividad es posible.
Comenzamos con un taller literario en la Biblioteca Popular.Enseguida se sumó una revista –Tintas. Adquirimos un nombre, Centro literario, y comenzamos ese profuso hacer.
En cierta medida, estos apuntes marcados por la azucena y la amapola, quieren ser una mirada sobre ese hacer. El otro día decíamos con Alicia que ese hacer fue hecho de espaldas a algo. A ese pueblo que parecía limitante y que no nos importó (palabras éstas de Alicia…). También a nuestra falta de formación. Pero hecho de frente a una creciente necesidad de agruparnos.


Ahora que vivo en Paraná, y que mi lejanía con Seguí es además de un poco física, en gran medida simbólica, disfruto mucho de visitar a Teresa. Ella se sumó en diciembre del primer año. Llevó un montón de textos que había escrito mientras criaba a sus hijos, trabajaba y militaba a su modo. Los fuimos publicando de a poco en la Tintas que salía mes a mes.
Vamos a mirar las plantas y después seguimos tomando mate, me dice Tere. Recorremos el patio. Corto laurel. Tere me promete plantas para otro día en que no haya llovido tanto.

Volvemos. Al sentarnos me pregunta si Mari tiene un jardín. Mari, mujer sola, cercana a mí. No es raro oír su nombre en las charlas que mantenemos con Tere. Incluso a veces, Mari me acompaña. Le digo que sí, y que es grande. Que todos mis recuerdos de flores de la infancia son de ese jardín. Que me gustaba jugar con los conejitos a abrir y cerrarlos en su patio. Tere me dice que mejor. Que tener un patio es mejor que nada. A una mujer sola le conviene, me dice. Porque así una tiene al menos algo que mirar. Ver sí las plantas crecen o no crecen. Si lo que pusiste ahí sigue ahí. Sino, no hay nada que mirar y eso es peor…

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en la foto, la rosa que, florecida, enorgullece a mi abuela...

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